Xavier Velasco

Por más que intento hacer memoria e inventario, no consigo entender qué le veía de divertida a la oficina paterna. Era un sitio tedioso y antipático, en el noveno piso de un banco, donde a cada empleado le tocaba hacer cosas aburridísimas. Salíamos de la casa por ahí de las ocho de la mañana, "para llegar a tiempo a leer el periódico". Me parecía francamente extravagante que el jefe llegara media hora antes que el resto de los empleados de la Subdirección de Análisis Financiero. "Cuando seas grande vas a entenderlo…", me decía él llegando a la oficina, donde nos encerrábamos hasta casi las nueve, hora en la cual oficialmente me convertía en responsabilidad de las secretarias.
"No te muevas de aquí", ordenaba sin muchas esperanzas mi papá, y acto seguido me dejaba a solas en el privado, husmeando entre cajones, cajas y estanterías. Pero como todo era más bien gris -libros, informes, archiveros, memoranda, alteros de papeles con estados financieros ininteligibles-, terminaba escapándome a otras zonas del edificio donde, me temía, tarde o temprano acabaría trabajando. O sería tal vez que necesitaba seguir documentando mi rechazo a un futuro como experto en finanzas. Ya entonces, con diez años, no se me calentaban las monedas en el bolsillo. ¿Cómo iba yo a ser bueno para multiplicar aquello que no me molestaba ni en cuidar?
Hoy, que aún no sé cómo reparar este viejo agujero en la cartera, sigo encontrando alguna lujuria en faltarle al respeto al dinero. Que, dicho sea de paso, nunca se ha distinguido por respetuoso. Se le conoce, de hecho, por discriminante, corruptor y muy posesivo. Defecto, este último, imperdonable en un demonio que nos había prometido la libertad. Me recuerdo escuchando a mi padre hablando hasta el hartazgo de porcentajes, réditos, sobregiros y cientos de millones de pesos que minuto a minuto interrumpían un juego de ajedrez que llegaba a durar la mañana entera. ¿Y eso iba a ser mi vida, contar dinero ajeno? ¿Yo, que ni el mío cuento?
Eso es lo que al dinero más le molesta, que de entrada no acepte hacerme suyo para que él sea mío. Pero cómo, pues, si lo bonito es abusar de él. Derrocharlo de súbito, cuando más necesario se sentía, el cretino; o hasta alcanzarse la quijotería de rechazarlo cuando más se echa en falta, el mezquino. Que me perdonen sus postrados idólatras y lamesuelas, pero al dinero yo lo he visto amancebarse alegremente con gentuza de la más ríspida ralea, y a menudo amafiarse con ellos en pos de toda suerte de ruindades. Por eso, cuando llega, suelo tratarlo mal, para que no se piense indispensable. Una actitud fatal desde el punto de vista financiero, pero apremiante en el plano caballeresco.
Apuesto a que mi padre padece a estas alturas traumitas afines. El punto es que hasta hoy sólo hay un tema en torno al cual no acepta discutir, y éste es el del dinero. No sé si para bien, pero tampoco su hijo lo puede soportar. Finalmente prefiero verme estafado por una rata avarienta que peleando con ella en su territorio. Con lo cansado que es batallar en las cloacas. Cada noche, mi padre regresaba de la oficina echando pestes contra sus malquerientes del día, en aquel edificio donde sólo el servilismo incondicional era recompensado con relativa generosidad. Si es que vale elevar al rango de recompensa una compensación.
No sé si los demás subdirectores -especialmente aquellos llenos del entusiasmo administrativo dosteievskiano- llevarían a sus hijos a la oficina, pero al menos el mío me libró de crecer como un hijo de hetaira corporativa. Cuando llegó el momento de elegir carrera, la de eminencia financiera estaba de antemano descartada. Hacía tiempo ya que mi padre se dedicaba a otros negocios y detestaba a las finanzas junto a mí. Todo lo cual no evita que hasta hoy me provoque un amago de jaqueca la sola posibilidad de analizar un estado de cuenta. Es absurdo, y puede que hasta cursi, pero me hace ilusión ir por la vida como un analfabestia financiero. Qué puede uno ya hacerle, si como a todo el mundo para siempre le aterra lo que más temió ser.