Marcelo Figueras
En algún sentido El gatopardo de Luchino Visconti no es una película, sino dos. Y no lo digo a modo de burla respecto de su duración, sino en atención a la forma en que el relato se quiebra en los 45 minutos finales -convirtiéndose en otra cosa por completo.
Durante dos horas El gatopardo sigue las peripecias de la novela original de Lampedusa. A través del prisma del príncipe Fabrizio Corbera (Burt Lancaster), asistimos a la conquista del Reino de las Dos Sicilias a manos de Garibaldi, que completa de esta manera la unificación de Italia. El príncipe comprende que una era está llegando a su fin pero a pesar de ello se mueve con decisión. Apoya a su sobrino Tancredi (Alain Delon) cuando toma la decisión de meterse en el ejército garibaldino. (En el film es Tancredi quien primero pronuncia la frase célebre: "Hay que cambiar algo para que nadie cambie" de la que después su tío se hará eco.) Después alienta el casamiento de Tancredi con Angelica (Claudia Cardinale), plebeya pero heredera de una fortuna. Y por último recomienda a Calogero Sedara (Paolo Stoppa), el padre de Angelica -un burgués tan rico como corrupto, que no dudó en fraguar las elecciones de su pueblo- para un puesto en el flamante Senado de Italia. El príncipe se ha movido como un ajedrecista, la permanencia de su familia en una posición de privilegio está asegurada.
Entonces, coincidiendo con el baile que funciona como presentación de Angelica en sociedad, algo cambia. En medio de valses y mazurcas el príncipe siente la inminencia de la muerte. La narración de la noche del baile dura esos 45 minutos finales de los que hablo. Son 45 minutos en los que el príncipe empieza a percibirse cada vez más lejos de todos y de todo. Algunas de las cosas de las que se despide le producen asco, como las niñas malcriadas o el coronel que se jacta de haber humillado a su viejo líder, el mismísimo Garibaldi. Pero otras lo sumen en una nostalgia elegíaca, como la juventud de Angelica y su último vals, o la contemplación de un cuadro que pinta una agonía. Delante del cuadro, el príncipe comenta que le parece demasiado estilizado: la muerte es un asunto más engorroso, más sucio. Sus palabras vaticinan el fin de Gustav von Aschenbach en Muerte en Venecia, tumbado en una silla mientras la tintura negra de su pelo chorrea por su rostro.
En este sentido, el final de El gatopardo anticipa Muerte en Venecia, que Visconti filmaría ocho años después. Ambos relatos funcionan como réquiem, un largo adiós a un mundo que se extingue -y a la vida misma.