Xavier Velasco
Uno sabe que estuvo en el infierno cuando la sola idea de dar un paso atrás le provoca un horror a prueba de plegarias. Hay quien piensa que vale ser compasivo para con ciertos monstruos del pasado, pero lo cierto es que éstos desconocen la compasión. En su novela El vuelo de la ceniza, Alonso Cueto cita a un personaje que da cuenta de otro pensando en "corregir al mundo de su presencia". No sé si sea lo ideal apoyarme en las divagaciones siniestras del doctor Boris Gelman, a quien Cueto presenta como un psicópata cobarde, pacato y gazmoño; pero el hecho es que el loco me ha dado ideas, y no puedo por menos de implementarlas.
Cuando llamé a la puerta del nefando cazador de brujas Fray Severo Himmler-Hopkins, sabía que corría el riesgo de despertar engendros peligrosos y puede que invencibles, pero me dominaba un frenesí comparable al que lleva pendiente abajo a los personajes de Howard Phillips Lovecraft, sólo que ahora no pretendía hacerme con los secretos últimos del Necronomicon, sino apenas echar de mi vida a un monstruo pernicioso que en mala hora habíase vestido de musa y hasta fingía irse, para mejor quedarse. A pesar de que creo, con Camus, que en cualquier caso deben ser los medios los que justifiquen al fin, y jamás al contrario, esta vez me aquejaba una rara premura por recibir la bendición del diablo.
Para quien vive de contar historias, sólo hay lugar para una clase de culpa, proveniente de la esterilidad. No escribir a lo largo de un día completo lo deja a uno con la conciencia untada de cochambre; una calamidad contra la cual el blog presenta propiedades analgésicas y enervantes. A la larga, no obstante, la suciedad se va acumulando en el fondo de la marmita y ya no basta el blog para desprenderla. Cuando intenté volver a la novela en ciernes, de espaldas a la ausencia de la falsa musa, su fantasma se alzó, resuelto a interponerse entre el proyecto y mi espada: la queridísima Mont Blanc Nautilus que poco o nada entiende de piedad. Así, con ella en mano, acudí a Fray Severo.
—Nada me gustaría más que ayudarte, hijo mío, pero antes debes entregarme tu Excalibur —ironizó de entrada el chozno de Matthew Hopkins, rodeado por ese halo de mentirosa devoción que hace tan peligrosos a ciertos clérigos.
¿Qué se hace en estos casos? Lovecraft, que era en el fondo un beato pusilánime, tal vez habría corrido por un crucifijo, pero yo dije que iba a vivir sin apelación. Por eso le encajé la espada en el vientre a Fray Severo, luego al fantasma terco, que había llegado intempestivamente a felicitarme, y acto seguido me moví de la escena, comprendiendo de pronto que en este oficio no hay bendición que sirva, por maldita que pueda parecer. Pues lo que más se quiere y se requiere no es salvarse, sino acceder a la condena plenaria. ¿Había para ello camino más seguro que liquidar tanto a la bruja como a su cazador?
Nada le hace mejor a la escritura como traer una patrulla detrás, de preferencia con la sirena prendida. Cuando los personajes de la novela en proceso me vieron llegar, espada en mano y con una hilera de patrullas en mi rauda procura, lo celebraron disparando misiles al aire; ninguno como ellos entiende el daño que hacen las bendiciones a quien ya se propuso corregir al destino espada en mano. Que corra, pues, la hemoglobina de monstruos y fantasmas. Es momento de acelerar a fondo y atropellar a todo cuanto se interponga. Nada le haría peor a la escritura como ser rebasada por las patrullas y verlas convertidas en escoltas.
Que me reviente un rayo a media tempestad si añoro los avernos de la falsa musa. Atrás, supersticiones agachonas. Vade retro, nostalgia chantajista. Detente, sombra de mi bien esquivo. Por estricta disposición del administrador, a partir de este punto se prohíbe la entrada a las musas, falsas o verdaderas, etéreas o concretas, repelentes o hermosas. Toda infracción será castigada con mínima piedad y extrema sevicia. Y ahora a correr, que ahí vienen las patrullas.