Xavier Velasco
Nunca había volado en helicóptero, ni imaginado verme cara a cara con el Cristo del Corcovado. Tenía por ahí una fotografía cándida del 2005, justo debajo de la estatua que hace algunas semanas fue electa como una de las siete nuevas maravillas del mundo, aunque entonces había sido un mero fetichismo de turista entusiasta. Pero esta vez fue diferente, tanto así que me atoro desde ahora en el empeño de narrar la experiencia sin traicionarla. Éramos sólo dos pasajeros: la princesa amazónica adelante, al lado del piloto; yo atrás, indeciso entre seguir tomándole la mano y abandonarme al vértigo glorioso de comprobar que nunca vi una ciudad a tal extremo cautivadora. Perdónenme París, Praga, Manhattan, Venecia, Barcelona, San Francisco: esto no puede hacerse con ladrillos.
Escribo desde el aire, por encima de nubes aburridas y rodeado de rostros rutinarios tras diez horas de vuelo, duermevela y una engorrosa conexión panameña. Pero tengo a Jobim metido en los audífonos y eso lo cambia todo, pues abordo de Wave, Tide y Stone Flower vuelvo a aquel helicóptero donde éramos los dos un solo mosco empeñado en robarle un gesto al Cristo, con ese estruendo de hélices que hacía a las palabras aún más prescindibles. Regreso a aquellos diez minutos de ojos saltones, quijadas caídas y exclamaciones meramente guturales, cuando el mundo era todo un solo paisaje y el paisaje era todo un solo asombro. ¿Y si la maravilla no fuera el puro Corcovado, sino aquel espejismo de ciudad que a decir de Carlos Drummond de Andrade estaba desde siempre escrita en el mar?
Si sólo caminar entre Leblon e Ipanema supone contagiarse de un estado de ánimo vecino de la plenitud, contemplar todo junto mientras se flota en el aire implica una intoxicación de los sentidos. Se contiene el aliento, se deja de pensar, se detiene hasta el mismo instinto de conservación en una rauda borrachera de cielo, tierra, viento y agua simultáneos, como si resonaran adentro Agua de beber, Insensatez, Samba de una sola nota, Desafinado, Cariñoso, Aguas de marzo, Samba de Soho, Corcovado, Dindi, Lamento, Capitán Bacardí, Fotografía… y el rugir de las aspas fuese una taquicardia celestial.
No sé si la impresión sea irreal o hiperrealista, mas el solo acto de sentarse a contarla trae de vuelta esos pálpitos incrédulos. Botafogo, Flamengo, Lapa, Copacabana, Gávea, Guanabara, Tijuca, São Conrado, y en medio la laguna Rodrigo de Freitas, nada que pueda uno acabar de creerse desde la perspectiva inenarrable de quien flota en el aire y en el tiempo, recobrando las dimensiones del universo mientras se deja devorar por él y se dice de nuevo que jamás asistió a algo similar. Me gustaría decir que dolió aterrizar, pero había una sensación de vibrante anestesia local recorriendo la piel y los huesos bajo el pasmo de un raro ritual iniciático, como esos sueños tercos de los que ni despierto regresa uno del todo.
—¿Tomaste alguna foto? —pregunté a la princesa amazónica, de vuelta en el funicular, todavía con las rodillas temblonas.
—No —respondió tras una larga pausa de mujer taciturna en trance de perplejidad sostenida—, ni siquiera podía pensar. Estaba tiesa, me comía la emoción, no podía moverme ni para acomodarme en el asiento.
Los boletos del viaje eran sendas tarjetas postales con una panorámica cenital tomada desde el mismo helicóptero, pero no hay una foto ni un video que reproduzca con fidelidad mínima la talla de este asombro con el que nada tienen que ver los aviones, y acaso se parece a la alegría propia de frenar por primera vez una caída libre con la apertura súbita del paracaídas. Se desea reír y llorar al mismo tiempo, y una vez en la tierra gana la urgencia de fundirse en un abrazo donde caben completos la plenitud, el pánico, el azoro y las ganas de abandonar el mundo para nunca salir de Rio de Janeiro. Poco rato más tarde, mientras el coche va rodeando la laguna, me brinca en la cabeza un pedazo de la entrañable letra de Vinicius y no puedo hacer menos que repetir, como un autómata hechizado: No quiero más de ese negocio de ti viviendo sin mí.
Vídeos de pie de página
João y Astrud Gilberto con Stan Getz: Corcovado.
João y Bebel Gilberto: Basta de Saudade.
Tom Jobim y Gal Costa: Corcovado.