Marcelo Figueras
Cuando vi por primera vez La insoportable levedad del ser, la película de Philip Kaufman, no había leído aun la novela original de Kundera. Si mal no recuerdo, por aquel entonces estaba harto de que todo el mundo hablase de Kundera como si fuese la Octava Maravilla, y yo, que siempre me tuve por rebelde (prohibido reírse), no estaba dispuesto a sumarme al rebaño. Pasaron unos cuantos años antes de que me permitiese abrir la novela. Fue amor a primera, aunque tardía, lectura. Creo que es un gran libro, que alterna ligereza y gravedad con la sabiduría de la vida misma, que recrea de manera indeleble el mundo del que habla (Praga durante y después de su Primavera) y que nos regala un trío de personajes inolvidables: todos hemos sido Tomás, Teresa o Sabina en algún momento de nuestras vidas.
Ahora volví a ver la película y me gustó todavía menos. Es verdad que Kaufman trató de pisar sobre seguro: contaba con un productor acostumbrado a respetar las grandes novelas, como Saul Zaentz, con un guionista laureado como Jean-Claude Carriere y con un trío de actores soberbios como Daniel Day Lewis, Juliette Binoche y Lena Olin, que de verdad están muy bien. (Hasta los animales brillan, tanto los chanchos que hacen de Mefisto como los perros que intepretan a Karenin.) Pero algo se ha perdido en la traducción, ese algo que tan a menudo extrañamos en las traslaciones de grandes relatos a la pantalla. La historia es la misma y los personajes no han sido cambiados, pero…
Lo que yo extraño es la voz del relator, ese Dios tan sabio como arbitrario que es parte esencial de La insoportable levedad del ser, al punto de cortar el relato por la mitad y recordarnos que Tomás, Teresa y Sabina no existen más que en su cabeza. Supongo que Kaufman y Carriere habrán creído que esa voz tan idiosincrática no podía ser honrada por el mecanismo habitual del relato en off, cosa con la que concuerdo. Pero al quitarla por completo y quedarse tan sólo con los hechos que la historia hila, perdemos –al menos yo lo siento como una pérdida- las razones por las cuales esa gente y esos hechos se conviertieron para el autor en algo que no podía dejar de contar. Kaufman habrá aspirado a que sus propias elecciones como narrador (secuencias, encuadres, edición, la marcación de los actores) equivaliesen dentro del relato fílmico a las que Kundera toma en el libro delante de nuestros ojos, pero en todo caso el experimento no funcionó.
Todo lo cual remite al viejo tema de la dificultad de las adaptaciones literarias en el cine. Ahí están, para desconcertarnos, las grandes películas salidas de novelas convencionales –desde Vértigo hasta El bebé de Rosemary– y los bodrios en que el cine convirtió tantas novelas que nos resultaban inolvidables. (El mundo según Garp, por mencionar tan sólo un caso de los que lamento personalmente.) También están las películas que parecen haber obtenido un triunfo mediante el recurso de la traición exitosa, recreando la historia casi desde cero para que el cine se engañe y la viva como cosa suya: por ejemplo Blade Runner, que reinventa una novela de Philip K. Dick, o El paciente inglés, que deconstruye la novela de Ondaatje para quedarse tan sólo con los elementos que en ella remiten al cine de David Lean.
Imagino que ustedes se acordarán de muchos otros casos. En el fondo, cada lector de una novela la está dirigiendo en su cabeza mientras la lee, y juzgará a la adaptación cinematográfica ulterior de acuerdo al modo en que coincida o no con ‘su’ versión.