Marcelo Figueras
Más vale tarde que nunca: vaya este texto como canto del cisne a esa magnífica serie de TV, sacrificada en el altar de los números, a la que conocimos como Gilmore Girls. Descansen en paz, Lorelai y Rory. De aquí en más vivirán por siempre, en las repeticiones por TV, en las temporadas editadas en DVD y en mi versión personal del Cielo, donde pasan todo el tiempo los capítulos de las series que me gustan.
En esencia, Gilmore Girls fue un relato construido sobre una sucesión de improbabilidades. En primer lugar, el pueblito de Stars Hollow, donde viven Lorelai Gilmore y su hija adolescente Rori: se trata de una comunidad idílica, llena de personajes que van desde lo simpático (la cocinera Sookie, la baterista Lane), pasando por lo excéntrico (el flaco Kirk, que parece sacado de un dibujo animado), hasta llegar a lo casi insoportable (el conserje Michel, Paris la amiga de Rory, la mismísima madre de Lorelai, Emily Gilmore), pero que se traduce en un conjunto querible, una comunidad de esas en las que uno soñaría vivir. (Recién ahora se me ocurre que Santa Brígida, el pueblo imaginario de mi novela La batalla del calentamiento, debe tener algún eco involuntario de Stars Hollow.)
El segundo improbable es la forma en que los personajes de la serie, y en especial las protagonistas, se expresan. Lorelai, y por inevitable imitación Rory, conversan con la velocidad y la gracia que eran habituales en las comedias del Hollywood de oro, cuando Katherine Hepburn y Cary Grant reinaban indiscutidos. Nadie habla así en la vida real, pero a los que disfrutábamos de la serie no nos importaba: Gilmore Girls era nuestra cita semanal con la comedia brillante. (Mérito indiscutido de la creadora del show, Amy Sherman-Palladino: no debe ser fácil crear una versión semanal de Bringing Up Baby o cualquiera de las comedias enloquecidas de Frank Capra.)
El tercer improbable era la relación entre Lorelai y Rory. Está claro que Lorelai tuvo a Rory a los 16 años, lo cual las aproxima en edad y hace verosímil que parezcan compañeras de cuarto antes que madre e hija. Por lo demás, la difícil relación que Lorelai tiene con su propia progenitora, la rígida y pretenciosa Emily, torna comprensible que haya querido hacer de su lazo con Rory el perfecto opuesto de aquel que padeció toda su vida. Pero en fin, admito que en la vida real no conozco ninguna madre que tenga un rapport semejante con su hija adolescente. Imagino que buena parte del público de Gilmore Girls estaba cautivado por su versión de la vida no como es, sino como podría ser.
Siempre se consideró a Gilmore una serie para mujeres. Una etiqueta que me disgusta, al igual que cuando se la usa para calificar las películas románticas, relegándolas a un target de género específico. A mí me gustan las películas de Indiana Jones, pero existen muchas más cosas dignas de atención en la vida que los relatos cargados de testosterona. Cuando descubrí Gilmore Girls me topé con una historia llena de humor, sensible y original, cosas que nunca imaginé patrimonio exclusivo del género femenino. Y por eso la elegí semana a semana. Supongo que yo también podía proyectar mis propias fantasías sobre Stars Hollow. Me hubiese encantado invitar a Lorelai a beber algo y a conversar interminablemente: lejos de amedrentarme, las mujeres inteligentes me fascinan. Por lo demás, viviendo rodeado de mujeres como vivo, estoy más que habituado a la cháchara incesante: a esta altura del partido suena como música para mí.
A veces ocurren maravillas en la vida. Estaba terminando este texto cuando empezó a nevar sobre Buenos Aires. En lo que llevo de vida nunca vi nada así. La nevizca se disolvía apenas tocar el suelo, pero mientras duró, cayendo con mágica lentitud sobre los techos, Buenos Aires se transformó en una enorme sucursal de Stars Hollow, Connecticut.