Xavier Velasco
Dice el viejo proverbio que un amigo es quien te ayuda a cargar con la mudanza, y un verdadero amigo es aquél que te ayuda a cargar con los cuerpos. En el caso de un novelista, la carencia de amigos verdaderos es lamentablemente reglamentaria. Tiene uno que arrastrar a solas el cadáver, cavar la zanja, depositarlo dentro, darle algunos palazos para estar bien seguro, y al fin echar encima tanta tierra como urgencia se sienta de olvidarlo. No es deseable empezar otra novela sin haber enterrado a los protagonistas de la anterior, ni darse a comenzar un nuevo proyecto sin abrirle un espacio entre los vivos, ni dejar insepultos a los nuevos fiambres. Tal vez por su naturaleza embrionaria, los personajes de una novela en proceso tienden a ser voraces, díscolos y celosos. No puede uno llegarles de la noche a la mañana con la noticia exótica de que va a comenzar con un blog y de hoy en adelante habrá que alimentarlo de lunes a viernes, pero eso no lo supe hasta que descubrí a la impulsiva I. —no me es dado nombrarla, so pena de perderla— haciendo la maleta.
¿Qué iba yo a hacer? ¿Rogarle? Inspira cierta lástima un autor sojuzgado por sus personajes, pero peor es el caso contrario, donde el que escribe ejerce tal tiranía que nadie sino él logrará entretenerse. Cuando salí tras ella, I. ya volaba abordo de un taxi —"Sáqueme de esta historia", le habrá dicho al chofer—. Luego de perseguirla de ida y vuelta por toda la avenida de los Insurgentes —que equivale, en tiempo y distancia, a correr dos maratones completos— aceptó regresar, aunque a regañadientes. ¿Qué argumentaba ella, tanto como otros personajes centrales, el narrador entre ellos, furiosos contra el nuevo proyecto? Que la novela acabaría yéndose por el blog. Que ambos bretes no encajan en un mismo cacumen. Que a eso se le llama promiscuidad literaria.
—He dicho "literal", no "literaria" —corrigió todavía I., que seguía temblando del berrinche y aún dudaba en deshacer su equipaje.
—Me da vergüenza —súbitamente argüí, con malicia de chantajista aventajado— verme en el espejo y encontrar que pretendo traer al mundo a un hatajo de pusilánimes, y todavía me atrevo a llamarlos "personajes".
Se hizo un silencio espeso, similar al que se arma en las cantinas mexicanas cuando parece que alguien quiere pelea. Algo que fácilmente se creen los gringos, pero muy rara vez alcanza a suceder, pues resulta que aquí nos gusta declarar la guerra con el sano propósito de evitarla. No queremos pelear, estamos negociando. ¿Iba yo a desvelar la historia en ciernes en ese tal El Boomeran(g)? Les prometí que no, y hasta les expliqué la mística supersticiosa según la cual primero me dejo despellejar antes que revelar tan íntimos secretos. Acto seguido desaparecí, sólo para volver con la pala en la mano. ¿Quién quería ser el próximo cadáver?
A Clint Eastwood solían funcionarle esos trucos, aún en las cantinas mexicanas. Sin más qué negociar, abrí la MacBook como quien desenfunda una Magnum y recordé el proverbio que hablaba de mudanzas, cuerpos y amigos verdaderos. Era hora de agarrar a El Boomeran(g) en el aire y empezar de una vez con el trabajo, al tiempo que entre dientes mascullaba una breve frase de rigor…
—Gracias, Clint.