Marcelo Figueras
Nos tocó en suerte un mundo que es puro vértigo. Las cosas cambian a mayor velocidad de lo que podemos asimilar. Yo me he visto en problemas más de una vez para explicar a mis hijas cómo eran ciertas cosas hace no tantos años: el hecho de que la televisión fuese en blanco y negro, por ejemplo, de que no tuviese más de cuatro o cinco canales y de que uno debiese levantarse para cambiar de uno a otro, usando una perilla que hacía un ruido muy feo, trac, trac, trac… También he sido testigo de las mil y una modas en un área que debería ser ajena a ellas, como la del cuidado de la salud. Me habían dicho que la sal era peligrosa, hasta que apareció un estudio que proclamaba que era lo mejor que podíamos consumir. Lo mismo con el azúcar. Un día me dijeron que existía un colesterol bueno, que se diferenciaba del tradicional villano. No hace mucho me alertaron: tené cuidado con los pomelos, que hasta ayer eran pura salud pero hoy pueden ser peligrosos, según consta en el último, modernísimo estudio científico.
Una de las consecuencias de estos cambios es que no sabemos muy bien en qué creer. ¿Para qué entusiasmarnos como chicos con una tecnología, si pronto aparecerá otra que es mejor? (Yo todavía conservo mis películas en sistema láser, dicho sea de paso.) ¿Para qué dar vuelta nuestra dieta si en cuestión de un par de años surgirá una nueva, con impecable pedigrí científico, revelándonos que lo estábamos haciendo todo mal? En consecuencia no nos apegamos demasiado a nada, y desconfiamos esencialmente de todo. Un poco de distancia crítica es recomendable, por cierto. Pero a veces nos vamos de mambo, y en aras de preservar nuestro detachment –estar lejos de todo es cool por definición-, nos perdemos cosas esenciales.
El valor del libro, por ejemplo. (Ojo que no dije precio: dije valor.) ¿Existe acaso un invento que haya resistido mejor los zarandeos de la modernidad? ¿Ha inventado alguien acaso una instancia superadora? No. Se han efectuado correcciones, por supuesto –un libro tamaño pocket es más fácil de manipular que un códice-, pero se trata de mínimas modificaciones a una idea que ya era perfecta en su origen. ¡Más de un milenio de uso, y el libro sigue siendo el artefacto más moderno que se pueda concebir!
El libro va conmigo allí donde voy. El libro no necesita baterías. Puedo mojarlo, lo cual lo arruinará un poco pero no del todo, como ocurriría con un teléfono móvil o con un aparatito de videogames. Puedo golpearlo sin problemas. Puedo doblarlo. Puedo anotar direcciones y teléfonos en sus espacios en blanco. (Alguien dirá: eso también puedo hacerlo en mi teléfono o en mi BlackBerry, donde además ahora recibo peliculitas y pronto veré largometrajes enteros. A lo que respondo: pero nunca encontrarás allí pensamientos, frases o versos que te iluminen la vida, y tampoco podrás subrayarlos, ni anotar tus impresiones en los márgenes, ni guardar recuerdos entre sus hojas.)
El libro no necesita recarga ni se sulfata. No me obliga a pagar onerosas garantías renovables anualmente. No tengo que declararlo en los aeropuertos. No corre riesgo de ser infectado por virus alguno. No pierde información de un día para otro. No necesita back ups ni llega a límite alguno de almacenamiento. Puedo prestarlo sin sufrir por su suerte. Es reciclable, lo cual significa que puede dar vida a otros libros. (Los teléfonos no pueden decir lo mismo.) Algo fundamental: siempre son más baratos que el último grito de la tecnología. Y tienen una ventaja comparativa maravillosa, en este mundo tan muerto de miedo: ¡nadie va a asaltarme para quitarme uno!
Digo todo esto porque me parece que estamos equivocándonos de actitud. Vivimos como si fuésemos ciudadanos de cuarta, anacronismos que caminan. Y, sí, qué se le va a hacer: yo escribo libros. O los vendo. O los compro. O me gustan, cuanto menos. Qué demodé, lo nuestro. Nos sentimos más próximos al ebanista y al fileteador que al científico nuclear. Y eso es un error. Deberíamos sentir que estamos en la cresta de la ola, que trabajamos con tecnología de punta –porque es así. Lo que esta gente tan moderna diseña y consume va a caer en desuso en un abrir y cerrar de ojos. Lo que nosotros hacemos va a seguir dando resultados en el siglo próximo y también en el que viene, si es que no volamos antes por los aires. Somos los Terminator de esta era. Nos matan una y otra vez, pero seguimos funcionando.
Así que nada de avergonzarse. Nada de moverse con culpa. Nada de andar mendigando atención. Somos los representantes de una tecnología imbatible. El libro es el mejor invento de la historia de la humanidad. Mejor que la rueda, incluso, porque puede llevarnos a sitios a los que ningún vehículo accederá nunca. Y además no hay objeto más piola, más canchero, más cool. Fueron libros los que inspiraron a las personas más interesantes de la Historia: a los navegantes, a los exploradores, a los científicos. Si a Einstein le diesen a elegir entre los libros que lo iluminaron y una calculadora de última generación, ¿creen ustedes que elegiría la calculadora? Las cuentas pueden realizarse con tiempo y con esfuerzo, pero no hay nada que suplante a la inspiración. Y además el libro otorga la sensación de pertenencia a un club selecto. Hoy hasta el más pavo anda con un teléfono a cuestas, ¿pero cuántos tontos han visto cargando libros en los últimos años?