Javier Rioyo
Esos seres solitarios, errantes y enfermos de eternidad no parecen criaturas del Sur. Los vampiros nos llegaron del Norte, de los fríos, las nieves, los inviernos y la vegetación rampante por los castillos del centro o del norte de Europa. Sin embargo he vuelto al mundo de los vampiros, de los fantasmas, de los seres fantásticos por una novela que vino del calor. El sevillano adoptivo, el manchego, Juan Antonio Maesso acaba de publicar una novela vampírica que transcurre en los calores sevillanos, en esa hermosa ciudad que nunca había imaginado tan inquietante. La novela se llama Simón y Sophie. La condena del vampiro. Sus extraños seres transitan por una ciudad que “cuando llueve nada, y cuando hace sol todo apesta” es un buen escenario para los vampiros de nuestro tiempo. Hasta los murciélagos del Alcázar me parecen más inquietantes después de leer su novela.
Este amante de la belleza, del misterio, seguidor de Nosferatu, del doctor Caligari, Sheridan Le Fanu, Robert Graves, Poe, Lovecraft o Borges, con su novela ha conseguido varias cosas en éste lector: las ganas de escuchar El holandés errante y el deseo de volver a las lecturas de la literatura fantástica. Los maestros Bioy y Borges hace ya muchos años que nos hicieron comprobar lo rico y amplio que es el mundo de la narración fantástica. Volvía a su antología, volvía a los cuentos largos, los muy cortos, algunos tan genialmente inquietantes como ese relato de Thomas Bailey Aldrich, llamado “Sola y su alma”: “Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto… golpean a la puerta”.
Fascinante mundo con libros clásicos, de autores tan seriamente crédulos como ese, para mí desconocido, Don Agustín Calmet, del que buscaré su Tratado sobre los vampiros. Un género, el fantástico, que supo seducir a algunos de los mejores narradores del siglo XIX, del XX y que lo seguirá haciendo en el XXI. Ya lo decía una de las grandes escritoras americanas, Edih Wharton, una de las que mejor se supo acercar a los fantasmas, en los que no creía pero la daban miedo. Como aquellos de las brujas y los gallegos.
También fue la querida, admirada, Wharton la que aseguró que a los fantasmas tampoco le hacían falta algunos de sus tópicos, que “a los fantasmas no los aleja la aspiradora o la cocina eléctrica sino el ruido y el apresuramiento; lo que el espectro necesita no son pasadizos y puertas ocultas detrás de los tapices, sino continuidad y silencio”. Yo creo que a los vampiros les pasa lo mismo. Al menos yo he disfrutado con estos vampiros al sol de Sevilla. Y me ha dado una incontenible sed. Menos mal que está inventado el bloody Mary, algo es algo.