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El hijo del chófer

Por 30 de enero de 2021 Sin comentarios

Juan Lagardera

Durante algunos años buena parte de los políticos valencianos dormían inquietos. La justicia había empezado a intervenir en las tramas que corrompían la relación de las administraciones públicas con empresarios poco escrupulosos. Quien más quien menos sabía de alguna chorizada, o se había visto involucrado en tráfico de influencias. Las prevaricaciones y amaños eran corrientes, sustanciales al sistema, al democrático y al autárquico decían los historiadores.

Cualquier noche podía llegar a casa la Guardia Civil o la Policía con una orden de registro, o aún peor, con un principio de encausamiento dictado por un juez instructor. Todos conocían lo que ocurrió con fulano, detenido de madrugada, conducido esposado al cuartelillo y de allí a los juzgados, a declarar, previo paso por los corrillos de la prensa, canutos de televisión y flashes en ristre. La llamada condena del telediario.

Valencia fue asidua de los noticiarios durante ese tiempo y los valencianos hemos tenido que pechar con esa carga como si esta tierra fuera Sicilia o Calabria, media clase imputada por cualquier causa. Todos los concursos de adjudicación de obras o de servicios bajo sospecha. Ningún funcionario quería comprometerse a firmar un papel más.

Ahora las cosas no siguen igual, pero los lobbys y los conseguidores continúan trabajándose el contrato que persiguen, tal vez no de forma descarnada y tan a la luz. La gestión pública anda muy paralizada y la intensidad vigilante de jueces, fiscales y periodistas ha bajado el diapasón.

A esta intrahistoria valenciana se han aproximado algunas narraciones, aunque casi todas formalizadas mediante estereotipos y muy contaminadas por las posiciones ideológicas de los observadores cuando no por intereses políticos o comerciales. Las novelas y películas sobre el asunto resultaron thrillers banales.

Se salvan de la trivialidad la película El reino, de Rodrigo Sorogoyen (2018), que no habla de ningún caso concreto aunque algún valenciano se puede dar por aludido, y el libro de Quico Arabí, Ciudadano Zaplana, la construcción de un régimen corrupto (Akal 2019), escrito con un estilo punzante e incluso divertido, en el que se cuenta de modo periodístico la génesis de aquella aventura inmoral. Una pena que el libro no sobrepasara los límites valencianos.

Todo lo contrario está ocurriendo con El hijo del chófer (Tusquets 2020), la crónica del periodista Jordi Amat que lleva camino de convertirse en uno de los libros del año, y cuyo impacto en el poder político empieza a trascender más allá de su lectura. No les haré spoiler pero les centro el tema.

En los años 60, ya retirado en su masía ampurdanesa, el escritor y posiblemente espía franquista Josep Pla, uno de los más brillantes e inteligentes prosistas de su época y, finalmente, decidido representante de la alta cultura catalana, empezó a tejer en torno a su existencia un círculo de personas, un pequeño Camelot en palabras de Amat, de la mayor relevancia en la vida política, económica y cultural de Cataluña –entre otros, su gran admirador Joan Fuster– de cuyas idas y venidas fue testigo el viajante de comercio que le hizo de chófer en esa época ante los ojos de su hijo adolescente, Alfons Quintà, quien con el paso de los años se convertiría en un influyente periodista, pues no en vano dirigió la primera delegación de El País en Barcelona y tuvo mando agitador en TV3.

El libro de Amat revuelve en la biografía de Quintà para desvelar la corrupción catalana, la falacia del llamado oasis catalán, cuyo hedor hace tiempo que inunda todo el paisaje político del Principado. Una Cataluña que, contra lo que el independentismo ha construido en su relato, se implicó en las corruptelas del franquismo –La Canadiense, Porcioles y Samaranch, Matesa…– y también con la monarquía borbónica: el caso Nóos, el de Urdangarin, se gesta en la escuela de negocios Esade de Barcelona.

En cambio, Cataluña no padece la crisis de reputación de Valencia. Hasta tal punto que las fechorías del clan Pujol son vistas, a ojos de muchos catalanes de a pie, como artilugios politícos creados por el españolismo para dañar la imagen de su gran timonel y patriota catalanista. Y no es así ni mucho menos. Como se narra en El hijo del chófer, desde los tiempos del patriarca Florenci Pujol y la refundación de Banca Catalana algo huele a podrido en Cataluña. Políticos y banqueros, editores y periodistas, jueces y notarios, incluso artistas, futbolistas y novelistas van a ir participando del gran holocausto ético que se perpetra al norte del río Ebro. Donde todos miran hacia otra parte e impera, aquí sí, la omertà. La máxima de aquel teatrillo se oyó cerca de Marta Ferrusola: «A casa, els draps bruts es renten amb silenci».

La crónica de Amat es sobrecogedora, dinamita. No sé si es verídica pero cuenta con una formidable documentación. Es verosímil, pero es también buena literatura. Está escrita de manera luminosa y pugnaz. Al modo del nuevo periodismo que cautivó a los del oficio en los años 70 y 80, cuando Tom Wolfe le dio la vuelta a la corrección política y Truman Capote mostró cómo la escritura literaria es capaz de abordar la actualidad. De ese mismo género se ha servido con talento Amat para suturar los vacíos de la narración hasta calibrar un texto que, además, nos reconcilia con la función del buen y honesto periodismo.

No sé Amat de qué pie ideológico cojea, de hecho colabora con La Vanguardia, rotativo que a priori comulga con el ideario conservador catalán, mientras que Quintà fue un progresista que hemos descubierto desalmado. Amat, en cualquier caso, cumple con la lección profesional que me enseñaba el gran director de periódicos que fue Jesús Prado en los buenos tiempos de Levante: «Si quien te atribula con su comportamiento inmoral es un enemigo, cuéntalo, y si es amigo, cuéntalo todavía con más intensidad, pues añade a su conducta el haberte decepcionado en lo personal».

Después de leer El hijo del chófer en una sentada, publica Enrique Vila Matas un artículo demoledor en El País. Cita el libro de Amat para dar curso a un diagnóstico sobre Barcelona, una ciudad que –escribe–, vive inmersa en un ángulo muerto, en el abandono, sumida en el poshlost, algo así como suspendida en un tiempo indefinido, ahistórico y sin alma.

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Juan Lagardera

Juan Lagardera (Xàtiva, 1958). Cursó estudios de Historia en la Universitat Autònoma de Barcelona. Ha trabajado a lo largo de más de treinta años en las redacciones de Noticias al Día, Las Provincias y Levante-EMV. Corresponsal de cultura del periódico La Vanguardia durante siete años. Como editor ha sido responsable de múltiples publicaciones, de revistas periódicas como Valencia City o Tendencias Diseño y también de libros y catálogos de arte y arquitectura. Desde su creación y durante nueve años fue coordinador del club cultural del diario Levante-EMV. Ha sido comisario de diversas muestras temáticas y artísticas en el IVAM, el MuVIM, el Palau de la Música, la Universidad Politécnica, el MUA de Alicante o para el IVAJ en la feria Arco en Madrid. Por su actividad plástica recibió la medalla de la Facultad de Bellas Artes de San Carlos. En la actualidad desempeña funciones de editor jefe para la productora de contenidos Elca, a través de la que renovó el suplemento de cultura Posdata del periódico Levante-EMV. Desde 2015 es columnista dominical del mismo rotativo. Ha publicado tanto textos de pensamiento como relatos en diversos volúmenes, entre otros los ensayos Del asfalto a la jungla (Elástica variable, U. Politécnica 1994), La ciudad moderna. Arquitectura racionalista en Valencia (IVAM, 1998), Formas y genio de la ciudad: fragmentos de la derrota del urbanismo (Pasajes, revista de pensamiento contemporáneo, 2000), La fotografía de Julius Shulman (en Los Ángeles Obscura, MUA 2001), o El ojo de la arquitectura (Travesía 4, 2003). Así como la recopilación de artículos de opinión en No hagan olas (Elca, 2021), y sus incursiones por la ficción: Invitado accidental. El viaje relámpago en aerotaxi de Spike Lee colgado de Naomi C. (en Ocurrió en Valencia, Ruzafa Show, 2012), y la novela Psicodélica. Un tiempo alucinante (Contrabando, 2022).

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