Xavier Velasco
La imagen que encabeza estas palabras corresponde al perfil de Morrissey. Escucho un par de álbumes de Morrissey desde temprano, en la crencia más bien supersticiosa de que algo harán en contra del clima que me tiene temiéndome friolento terminal. Es un frío mediocre, además. Nadie que haya vivido bajo esas cotidianas heladas que hacen doler intensamente las orejas respeta estos inviernos de pacotilla, donde bastan dos noches apenas bajo cero para que a los chilangos nos dé por consultar en Google los síntomas de la pulmonía fulminante.
Somos dramáticos, y con el frío peor. Hace un rato me preguntaba si estaría en condiciones de pasar del primer renglón en medio de esta catástrofe light que no alcanza siquiera para hacerme compadecer como Dios manda. A veces me pregunto si no la mala fama de los mexicanos provendrá de esa vocación dramática que hace de la exageración un mero requisito estilístico, mejor emparentado con el sabor que con la exactitud de lo referido. "Tú me vuelves a hablar de ese modo y te mueres", dice cualquier chilango a cualquier hora, sin ánimo homicida alguno, con la sola intención de medirle el agua a los camotes y enseñarle al profano de qué lado masca la iguana. No marcamos la raya porque busquemos pleito, sino como el principio de una negociación para evitarlo. Que no diga que no se lo dijimos.
Trouble loves me, canta Morrissey por millonésima vez. Uno encuentra romántica la idea de mirarse incapaz de escapar al asedio de los problemas. Decir "así son ellos, qué puedo hacer yo". Jugar a que se vive en un mundo metafórico donde cada problema tiene cuerpo, alma y voluntad, y al final escudarse en esa misma superstición cretina para explicar su percepción exagerada, aunque no exactamente incómoda. "Salí malo, ya qué le voy a hacer", me explicó alguna vez un inquilino del Reclusorio Sur de la Ciudad de México. Lo mismo le había dicho a su padre, el primer y último día que lo visitó en una de las tantas cárceles que había ido habitando inevitablemente. A él también los problemas lo amaban, y así llevaba media vida encerrado.
"A la próxima sí te rompo el hocico", he dicho y escuchado millones de veces, y hasta donde recuerdo me lo rompieron sólo una vez, a los catorce, y yo rompí otro a los diecisiete. Literalmente, en ambas ocasiones, con la sangre brotando de los labios en flor. El resto han sido puras promesas incumplidas. Y es que uno sólo anuncia que le va a reventar el hocico a un impertinente para ya no tener que reventárselo. Por no hablar de las veces que ofrecemos romperle la madre a equis fulano. Una encomienda más bien abstracta, cuya mención airada suele cumplir estrictas funciones cosméticas. Se siente uno hasta guapo cuando anuncia a los cuatro vientos su intención de romperle la madre a ese güey. Y en este punto los locales convenimos (aun si nuestros aspavientos rompemadres indican teatralmente lo contrario) en que ya no es preciso ir más allá. Con la intención, bastard.
A las noches muy frías las acompaña además un silencio unánime. Hace al menos cuatro horas que mis dos gigantes de los Pirineos, acostumbrados a pasar la noche patrullando el jardín y ladrando con exageración chilanga, no se mueven del lado derecho de la cama. Tal vez ellos también se engañen creyendo que la música de Morrissey arde como una torre de leños, o de menos protege contra el silencio helado de allá afuera.
Vi a Morrissey hace una tercia de años, en el Zenith de París. Llovía, hacía frío y viajábamos en una scooter rentada, temiendo a cada nuevo derrapón reventarnos la madre en el pavimento helado. Esa vez, Morrisey también funcionó. Y es más, yo diría que funcionó un millón de veces mejor. Por eso digo que hoy nos morimos de frío.