Xavier Velasco
Como veinte millones de chilangos, aprendí a intoxicarme desde pequeño. Creo que mi organismo, como es costumbre aquí, ha ido desarrollando hacia las toxinas una forma de tolerancia francamente rayana en preferencia. Nos gusta intoxicarnos de formas tan variadas como caminos pueden imaginarse para sacarle la lengua al mal fario, por el puro placer de descartar tres ases y quedarse con dos cartas impares. Y esto, decía, empieza temprano. Ya en los primeros años escolares nos vemos desafiados a devorar toda suerte de caramelos picantes, amén de polvos rojos y anaranjados que hacen a los novatos retorcer las facciones y estremecerse como en mitad de un síndrome de abstinencia.
Pero eso pasa pronto. No aprendemos aún a sumar y restar y ya jugamos a los toxicomanitos. Me recuerdo en la escuela, vaciándome los sobres de chamois, chile piquín y polvo de limón directo en la campanilla, con una fanfarronería no muy distinta de la de esos borrachos de Plaza Garibaldi que pagan por mostrarle a sus compadres cuántos choques eléctricos resisten.
—¿Y eso como preludio a qué, colega? Porque a mí esos rituales privados del compadrazgo me parecen más sospechosos que un mariachi vestido de Pierrot.
—Pues de Pierrot no sé, pero debe de haber docenas de afectos a vestirse de Thalía. Costumbres nacionales, ya sabrás.
—¿Nacionales? No sea usted tan pacato, colega. ¿Cuándo va a terminar de descubrir que hay vida más allá de su pinche pueblo? ¿No se da cuenta que un mariachi vestido de Thalía es Patrimonio de la Humanidad?
—Yo no estaría tan seguro. De hecho, no creo ni que sean especie en extinción. ¿Qué hora tienes?
—Las dos de la mañana. ¿A poco está pensando en traerme serenata?
—Es muy temprano. Casi ningún mariachi se viste de Thalía antes de las cinco. A partir de esa hora las puedes encontrar en El 33, peleándose con las Paulinas Rubio. Un lugar tóxico, ese 33.
—¿Hay algo en Garibaldi que no sea tóxico?
—Ay, Afrodita, qué ternura me das. Ni siquiera en ti, y yo diría que en ti menos que en nadie, hay un solo rincón que no sea tóxico —dicho esto me le arrimo como el mariachi a su guitarrón, bajo una serenata de fuego glandular cruzado y a mansalva.
—¡Atrás con esas glándulas, que está infringiendo cláusulas! —retrocede, amenaza, me recuerda a zarpazos oculares que en estos menesteres, como en tantos, una cosa es una cosa y otra cosa es otra. Y viceversa, claro.
—¿Vas a negarme ahora que ese par de pupilas pugilistas son plenamente ajenas a la toxicidad circundante?
—Una cosa es que por su culpa mis pupilas estén que destilan ponzoña, como las de una cobra que recién inhaló chile piquín, y otra es que usted insista en ponérseme venenoso como poodle de beata pervertida.
No sé cómo llegamos hasta aquí, el tema eran los niños y sus gustos tempranos. El punto es que en los años que separan al niño de siete años del habitué de Plaza Garibaldi median tantas y tan intensas toxinas que sólo algunos lisiados sociales consiguen la proeza de no habituarse. Ahora mismo, al tiempo que patino en la presente sintaxis, me intoxico escuchando a Jaime López y José Manuel Aguilera, cuyos mutuos talentos virales y cruzados difícilmente me dejarían mentir.
—Me huye el médico, se me esconde el éxito, ciudad de México: no me lo vas a creer… —¿quién, que haya oído cantar a una musa, puede volver a ser el sordo que era?
Materia tóxica, se llama la canción. No es casual que Afrodita se la sepa completa.