Xavier Velasco
La ciudad es pequeña, pero lo suficientemente intrincada como para que pasen días y uno siga extraviándose en sus calles, sin jamás terminar de perderse porque cada retruécano parece al mismo tiempo un rincón familiar y un hallazgo pasmante. De ahí que andar sin rumbo por las calles de Praga sea en sí una forma de llevar derrotero. Hay, me atrevo a decir, una pentagrama implícito en este diseño, de forma que perderse y reencontrarse supone interpretar entre los adoquines una cierta sonata circular, que sin embargo nunca es la misma.
Hace frío, además. Un ingrediente poderosamente romántico que me remite a aquellos días de la infancia en los que felizmente no salía el sol (tan despiadado, a veces) y uno encontraba en ello las condiciones óptimas para nombrar uno a uno a sus duendes. Qué no habría dado entonces por ir solo de lado a lado del puente constelado de esculturas dolientes, lanzando vaho al aire y un poquito danzando, sin más explicación que la alegría de ser, estar y respirar. En otra circunstancia y latitud, me quejaría de los tumultos de turistas a los que hay que eludir sin cesar para no detenerse, mas los duendes también parecen legión, y hoy por hoy ellos siguen llevando la batuta. Puedo eludirlo todo, a excepción del contagio.
Praga es una ciudad tóxicamente viva. Voy de nuevo camino al Puente Carlos por las escalinatas que bajan del castillo y por puro capricho me desvío hacia los callejones de Malá Strana, olvidando de puro hipnotizado que hace pocos minutos me dolían los pies de tanto andar. Como si sólo así pudiera devolverle a la ciudad un poco de la dulce melancolía con que me premia esquina tras esquina. Quítenle, si es preciso, cada uno de los imanes turísticos que se han sumado en los últimos años y seguirá atrayendo incondicionales, puede que todavía con mayor magnetismo. No sé si es el encuentro de su negrura mística con los colores múltiples de sus fachadas, o el contraste entre los asombros forasteros con la mansa hermosura de las praguenses, ¿tanto que va uno por ahí resistiendo el deseo recurrente de proponerle matrimonio a la próxima?, pero es verdad que semejante humor despierta una impetuosa avidez de romance. Ay del pobre infeliz que ceda al guiño fácil del amor tarifado, aquí donde la intensidad es tanta y tan profunda que no faltan las ganas de echar al corazón por la ventana.
Flota una sensación de irrealidad en el ambiente, tal cual sucede siempre que los sentidos y el espíritu son alzados en vilo por los mismos vapores. Especialmente ahora que el invierno se acerca y la temperatura baja día con día: duele pensar que no estará uno aquí cuando llegue la nieve y el hechizo se meta hasta los huesos; arde tanta belleza cuando basta con verla y aspirarla para empezar de pronto a predecir la nostalgia inminente que llegará tras ella. Piensa uno en el tiempo y suplica que pase un poco más lento, pero la noche cae no bien suenan las cinco de la tarde, y no queda otra opción que abrazarse a las sombras como más tarde habrán de hacerlo las parejas de enamorados en el puente, recordando quizás que el amor nunca es menos terrible que la belleza, y que los dos son trágicos por vocación.
Habrá quien pida un poco de mesura, pero por más que busco en mi equipaje no encuentro un solo gramo. Trato de recordar las líneas de Kundera sobre la ternura en La vida está en otra parte, pero llegan de golpe y en tumulto, como haciéndose parte de un paisaje que la sensatez no puede abarcar. Que otros sean sensatos, mientras tanto. Yo, como Jaromil, voy entre brumas tras la huella tenaz de la ternura, que lo que es hoy está en todas partes.