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Sauerkraut à la Rochefoucauld

Por 25 de julio de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Toda pena de amor, decía La Rochefoucauld, es de amor propio. Supongo que por eso se goza compartiéndolas, alguien adentro crece cada vez que consigue montar el espectáculo del alma espinada. Así, quien nos consuela no lo hace tanto porque le conmueva todo lo que sufrimos, como para evitar que creamos que nuestro sufrimiento espiritual le tiene sin cuidado. Esto es, que ni flagelándonos así parece nuestra vida tener gracia. Y eso sí que sería una ingratitud, pues la función social de las penas de amor consiste justamente en dar al propio tiempo consuelo y buenas nuevas a quienes hasta ayer nos temían dichosos.

  —A la pregunta "¿cómo estás?" sólo suele seguirle una conversación si la respuesta es "mal". Imagine, colega, un país donde todos estuvieran siempre bien: la República de los Papanatas. De entrada, usted se moriría de hambre. Yo por mi parte me haría bruja, por pura piedad. Iría de pueblo en pueblo haciendo el mal sin mirar a cual, la gente se echaría a sollozar a mis pies. ¡Gracias, Bruja Afrodita, sin ti seríamos todos unos pazguatos! —insisto, hay en mi musa un dejo de virgen piadosa. ¿Cómo no hallar una alta generosidad en la conducta de quien, contradiciendo al mismo La Rochefoucauld, va por la vida disfrazando sus virtudes de vicios?

Cierto es que no cualquiera tiene penas de amor, igual que no a cualquiera le anotan goles. Yo, por ejemplo, no he recibido uno solo desde que era niño, y para asegurarme de seguir así me abstengo de siquiera pisar una cancha. A cambio de ello, tampoco los anoto. Puedo vivir sin goles y ahorrarme cantidad de dramas y festejos prescindibles, pero me daría horror engrosar, así fuera por unos cuantos días, el regimiento gris de quienes son inmunes a las penas de amor. "Los recuerdos son huellas de lágrimas", apunta Wong Kar-Wai en los inicios de su 2046.

  —Me gustó esa película, colega, y más todavía me gusta que reconozca al fin el valor de mi trabajo. No sé si usted lo sepa, pero el ego es un órgano elástico. Despierta en la mañana hinchado como un Zeppelin y luego de unos pocos desencantos vuelve a la cama con la autoestima de un condón desechado. Es lo normal, le digo. Como sucede con otras zonas del cuerpo, no pocas de ellas conectadas al ego, la hinchazón o el encogimiento permanentes son taras indeseables. Por eso le decía la otra vez que mi trabajo no es hacerlo feliz. Para eso tiene usted a su trabajo. Mi papel es tratar de evitar que el ego se le ponga rígido por efecto del entumecimiento, y entonces se nos vuelva un apestoso victimista, o por causa del sobrecalentamiento, y en tal caso termine como uno de esos idiotazas que escriben más libros de los que leen.

  —¿Cómo sabes que un ego se pasa de tieso? ¿No hay por ahí egos engarrotados y asintomáticos? ¿Es tan malo tener un amor propio incestuoso? —la provoco sólo por comprobar que es mala, y entonces obligarme a justificarla fabricando las pruebas de que es buena. Si el amor propio no fuera corrupto, habríamos millones de muertos por amor.

  —¿Que cómo sé que uno de mis clientes tiene rígido el ego? Muy simple: trae el culo apretado, como si medio mundo lo codiciara. Y ni siquiera hay que asomarse para comprobarlo: se les ve en las facciones, en los ojos, hasta en la forma de ver el reloj. Fíjese en los políticos que peor le caigan, ¿no juraría que sufren estreñimiento crónico, entre otras retenciones inútilmente díscolas?

Siento hervir un inútil rencor en la boca del ego cada vez que Afrodita me embarra a sus clientes y da a entender que estoy en esa lista. ¿Qué puede hacer un hombre de ego elástico y corazón abierto cuando siente llegar nuevas penas de amor? La Rochefoucauld lo resolvía en dos patadas: Nunca es uno tan infeliz como cree, ni tan feliz como quisiera.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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