Xavier Velasco
Hay cínicos que dicen que esta ciudad no tiene arreglo. Basta, no obstante, con asistir a esas conversaciones tensas-pero-cordiales que día a día entablan ciudadanos y servidores públicos para entender que en estas calles todo puede arreglarse. Para eso existe la pregunta esencial de la autoridad correspondiente: ¿Y cómo va a querer que lo arreglemos?
Una de las habilidades que definen y clasifican al estoico habitante de la ciudad de México tiene que ver con su capacidad de negociar con las autoridades correspondientes. Un chilango curtido en las artes retóricas del regateo sabe que el policía no es necesariamente un desalmado, sino a menudo lo contrario: un alma subalterna atormentada por la diaria metralla que supone fungir como guardián de todos en tierra de nadie.
Pocas autoridades soportan tantos insultos y denuestos impunes como ese policía adolorido que en consecuencia exige ser tratado con el ungüento del respeto. Para entender mejor esta cuestión, observemos las exquisitas maneras de ese motociclista chilango que se quita los guantes como un dandy para hacer el alarde de civilidad que nos ubicará del lado de los bárbaros. Estamos ante un caballero, en el sentido medieval de la palabra, de manera que incluso después de recoger el óbolo correspondiente invertirá un par de minutos en sermonearnos sobre nuestra seguridad personal y el consiguiente bienestar de la familia. Todo este protocolo, incomprensible para el extranjero, nos permite asumir, a la hora de despedirnos del policía, que no fuimos lo que se dice chantajeados, sino en cierto tenor aleccionados por la módica suma de…
A falta de literatura, estándares o tabuladores fidedignos, el chilango profesional se jacta de llegar a niveles de regateo tan escandalosos como la moneda en el aire: cien o nada. Sobran los policías prestos a probar suerte a costillas del infractor, y éste, por su parte, no conoce placer más deleitoso que el de ver a ambos patrulleros retirarse vencidos, sin un peso en la bolsa.
Por más que, ya en la práctica, estas negociaciones nos resulten desde siempre familiares, cierto es que los chilangos gustamos de juzgarlas con un apego estricto a la teoría, según la cual se trata cada vez de un hecho extraordinario. Un favor personal, incluso, puesto que el oficial preferiría levantarnos la multa, y no se cansará de repetir que tal es su deber, pero tratándose de una persona tan decente está dispuesto a hacer una excepción. Así las cosas, el infractor no es un corruptor, ni el policía un extorsionador, sino que ambos son personas tan finas que comprenden a plenitud el carácter excepcional del entuerto, y por lo tanto están dispuestos a resolverlo con la parte más abierta del criterio, que en estas situaciones suele ser la cartera. Armados de impecable diplomacia, uno y otro despliegan los más nobles argumentos para entablar un sutil duelo entre voracidad y tacañería, mentiras y pretextos, ínfulas y complejos, halagos y cumplidos: una lección de esgrima entre gentiles. ¿Quién osaría creer que están regateando?
Otros hacen vasijas, telas, platillos, muebles; los chilangos nos especializamos en hacer excepciones. Y ello no puede menos que reflejarse en la flexibilidad de un lenguaje a diario deformado por tribus inconexas de supervivientes. Por más que las autoridades se empeñan en echar a andar programas de Tolerancia Cero, el chilango es biológicamente incapaz de asumir semejante concepto: equivalente, según rancias costumbres locales, al grosero ejercicio de la mamonería. Pues sucede que aquí, entre los chilangos, un cerotolerante vive a merced del público pitorreo. ¿Por qué? Pues muy sencillo: por mamón.
Rígidos en la forma y elásticos en el fondo, gastamos diez centavos en promulgar las leyes y cien pesos en eludirlas, básicamente porque a mí nadie me va a decir lo que tengo que hacer. Y ahí sí no hay arreglo: regla que no se tuerce a nuestro gusto no es derecha. Se entiende así la paradoja chueca del chilango: malo para la regla, bueno para la excepción.
Se sabe que las reglas viven una existencia austera y recatada, mientras las excepciones son proclives a excesos y desenfrenos. Todo lo cual incide en la probada fertilidad de las unas, ante el estéril pasmo de las otras. De modo que al final sobreviven sólo las excepciones, y eventualmente desempeñan la función antaño reservada a las reglas: esas plebeyas cortas de criterio.