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Odio de perdedor

Por 7 de marzo de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Dice el proverbio que a los amigos se les conoce en la cárcel y en la cama, pero la sola idea tiene un tufo de chantaje evangélico. Porque estuve en la lona y no me levantásteis. Lo cierto es que uno puede perdonarle al amigo que lo deje a su suerte en el pabellón o la crujía, pero no que le enseñe su lado más oscuro por quítame estas pajas. Me explico: antes que en la desgracia suya o mía, he conocido a mis peores amigos en la mesa de juego. Frecuentemente los ajedrecistas se jactan de ser especialmente inteligentes, pero vale la pena preguntarse si es siquiera prudente, ya no digamos hábil, dar tanta información sobre uno mismo. El que lee al jugador lee a la persona. Uno juega y devela su estrategia vital, además de sus fobias, caprichos y complejos menos presentables.

     De niño nunca me interesó ganar, me bastaba con que me hicieran caso. Afortunadamente, no puede uno perder todos los días y seguir lamentándose como si fuera la primera vez, o como si no fuera la constante. Uno va acostumbrándose, hasta desarrollar algún cinismo redentor que le permite sobrellevar derrotas grandes y pequeñas con la resignación del niño acorralado. Después, cuando aprendí a ganar en ciertos juegos propios de los vagos -el poker, la ruleta, el billar, el boliche-, lo hice de todas formas protegido por la cachaza de perdedor indiferente que había desarrollado desde la infancia. Casi diría que perder me divierte tanto como ganar, acaso porque mientras algunos de los otros sacan su lado oscuro, uso mi despreocupación como una atalaya desde la cual me asomo a esos abismos con la fascinación de un entomólogo y el pasmo de un ex amigo en ciernes.

     Los he visto gritar, amenazar y dar patadas al aire por una pinchurrienta mano de poker. Lanzar tablero y piezas al suelo después de un jaque mate. Agujerar la mesa a raquetazos y romper la raqueta contra la pared para vengar un punto de ping-pong. Y ojo: sólo en el primer caso se jugaba dinero, casi siempre poco. Uno empieza a sacar el lado oscuro cuando planta en la mesa una apuesta privada y secreta. El amor propio, por ejemplo. A la gente le gusta poner el amor propio en los dados. Juran que los controlan, mentalmente. Lo echan en cara del perdedor, como parte del pitorreo fanfarrón del que gana y precisa proclamarlo. Insisto en que la gente da mucha información de sí misma cuando juega y apuesta lo que no debe.

     A nadie simpatizan las recriminaciones fáciles de los acomplejados con piel de seda, pero de ellas se aprende lo que ninguna escuela nos enseña. El juego tiene la dudosa virtud de exponer las entrañas de la envidia, el rencor, la desconfianza, el narcisismo y las múltiples clases de mala leche de quienes no lo saben pero juegan a perder, aun si ganan. Pues cada vez lo que está en juego es tanto que no hay manera de cobrar las ganancias. Basta un juego de trivia entre ignorantes fatuos para que el ganador sea en adelante despreciado tanto como los perdedores menospreciados. Por nada, se diría, si al jugar no se hubieran delatado como pastores de tantos demonios.

     Hay un resabio de niñez podrida en esa propensión a tomarse los juegos de mesa o de salón como un indicador de las capacidades personales de cada cual. Hay, también, grandes oportunidades para dar nuevo aliento a las viejas antipatías que resucitan al calor de unos dados adversos. "Siempre me cayó mal el estúpido ése", dirá uno al salir. "Te dije que no sabe ni jugar, el pobre idiota", dirá el otro, a su vez. Y eso lo sé muy bien porque mi juego íntimo, que ahora y aquí ejerzo, suele acarrearme toda suerte de frustraciones, pues como tantos en este oficio temo que si no puedo escribir la novela no sirvo para nada en esta vida. Me odio entonces, como aborrecería uno al tramposo que le quita su casa con cartas marcadas. Me odio tanto que compro un nuevo lote de fichas y pido cartas, listo para perder quinientas veces antes de la primera victoria (igual que perdí un año escolar por jugar al billar, sin por ello aprender bien a bien cómo hacer una carambola de tres bandas).

     Me consuelo pensando que nadie va a enterarse.

 

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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