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No toques esa caja

Por 4 de diciembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Hace unos días recibí de regalo, como parte de cierta promoción navideña, una bonita caja de herramientas. Como a veces sucede en estos casos, alcancé a ver en ello una señal. Si no entendía mal, tenía ante mí la oportunidad de poner algo de orden en la casa. Empeño comparable a conseguir que una gallina ponga huevos de tortuga, pero uno se entusiasma con esas cosas. Cuando menos podría colgar un par de cuadros, pero claro, había que encontrar antes los clavos. Del taladro ni hablar, cada vez que lo uso hago de la pared un paredón. Si expidieran licencias para usar herramientas y mediara un examen para obtenerlas, algunos seguiríamos apretando tornillos con monedas.

Todavía no logro entender qué clase de tranquilidad me da poseer un taladro, ni cuándo o cómo voy un día a usar las decenas de herramientas que vienen con la caja. Lo ideal sería quizás que no usara ninguna, pues cuando menos una de cada dos veces termino destruyendo aquello que me había propuesto componer. Ya a los catorce años, cada vez que tenía que cambiar la llanta de la moto, terminaba con dos o tres piezas sobrantes, mismas que iba guardando en una caja, por lo que se pudiera ofrecer. Hasta el día en que no supe reinstalar los frenos y terminé estrellado en la puerta de un coche.

Siempre admiré a los niños que eran capaces de armar y pintar pieza por pieza cochecitos y aviones de plástico, y hasta llegué a compadecer a los ingenuos que me regalaban modelos para armar, mismos que con alguna suerte armaba mi padre, que a pinzas y taladros les habla en su idioma. Lo intenté algunas veces, con dos resultados, a saber: piezas perdidas y mal pegadas, niño mareado y vomitando. Me enfermaba el olor del pegamento, no servía para vicioso precoz. Y si llegaba a abrir un frasco de pintura, de seguro la alfombra jamás lo olvidaría.

Preferiría no relatar ahora los estropicios ocasionados con la ayuda de mi juego de química, una vez que aprendí que el azufre mezclado con carbón y clorato de potasio podía convertirse en pólvora. Baste decir que esos antecedentes me previenen contra el manejo de cualquier sustancia que no sea la tinta o una herramienta diferente a la pluma fuente. Y de armas ni hablemos, podría suicidarme con una pistola de aire, o cortarme una vena mientras parto el queso. No digo que no pueda llegar a hacerlo bien, pero temo que me interesa poco. Siempre admiré a los niños que se interesaban por lo que había dentro de una televisión, aunque tampoco tanto para ser uno de ellos. Lo mío es trasroscar tornillos y armar cortos circuitos.

Si tan sólo supiera manejar el cautín como muevo el control remoto de un videojuego, ya me habría aventurado a soldar el toallero del baño, pero la sola idea de manejar una herramienta cuya punta está al rojo vivo me hace temer la posibilidad de salir tuerto del osado lance. Pero se ven tan bien las herramientas, nuevecitas, formadas dentro de la caja, que de pronto regresa aquel mensaje redentor, según el cual podría, si me diera la gana, montar en la pared una estantería. Sin que quedara chueca, ni se cayera nada que estuviera encima. Esto es, sin que nadie pudiera darse cuenta que era yo quien la había instalado. Poseer una caja de herramientas es una forma de creer a ciegas que puedo hacer lo que jamás haré.

Podría conectar una televisión a doce diferentes aparatos, mientras no sea preciso agujerar la pared. A veces, mientras duermo, sueño que toda la maquinaria del mundo está en manos de gente con mis habilidades mecánicas. Nada explica, por tanto, que siga funcionando, ni garantiza que lo hará mañana. Cirujanos que operan igual que yo atornillo, rascacielos construidos con mi destreza al mando del taladro, pirómanos metidos a bomberos. ¿Quién me asegura que no está todo así? Despierto y ahí está la caja de herramientas. Algo me dice que mientras esté nueva el mundo seguirá en su lugar.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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