Xavier Velasco
Cierto es que el clima ayuda -voluble, cálido, húmedo- pero seguro abundan los motivos para hablar del estado de Louisiana como un lugar pringoso. Luego de haber pasado un mes en Baton Rouge, dos semanas en Nueva Orleans y una más en Shreveport, su recuerdo me trae el prurito de lavarme las manos. Hace unos pocos días que intenté penetrar en el pantanoso tema, pero éste suele ser tan hondo, turbio y espeso que más tardé en hablar de colmillos y hemoglobina que en tomar el camino de insaciable extravío que por costumbre sigue a tales elucubraciones. No hay que rascar gran cosa en la geografía para entender que los Estados Unidos tienen su Transilvania en el pringoso estado de Louisiana.
Es en un pueblo imposible al norte de Louisiana que Sookie Stackhouse conoce a Bill Compton. O en fin, lo reconoce. Por años ha esperado el arribo de un ser extraordinario a su apestada vida pueblerina. No es que sea fea o tonta, ni que le falte algo que debiera tener. Es con seguridad la mesera más guapa del restaurante, pero le sobra una facultad: puede leer los pensamientos ajenos. Basta con que un fulano la pretenda para que la atormenten sus reflexiones de mandril en brama. ¿Qué miedo puede ya tenerle a los vampiros, si conoce de cerca los apetitos ínfimos de los seres humanos? ¿No es preferible resbalar en los brazos de un chupasangre sincero y galante que caer en las garras de un carnívoro zafio y mentiroso? Desde que siente la presencia del pálido Compton, la rubia Sookie hierve en sus propias hormonas, pero lo irresistible no es al final su condición vampírica, como el hecho de que sus pensamientos le resultan totalmente ilegibles.
No saber lo que piensa una persona extraña es, por raro que suene, condición para hacerla entrañable. Quieren, aquellos que aman espectacularmente, que en consecuencia los querramos igual, o si es posible más, pero la transparencia suele ser antídoto eficaz contra todo principio de lujuria. Eso nadie lo sabe mejor que Sookie, podrida de enterarse de aquello por lo que nunca pregunta y en tanto condenada a la castidad, hasta que llega Bill, que como ella lo advierte tiene nombre de todo menos de chupasangre. Después de tantos nombres pretenciosos, ricos en consonantes amontonadas, hace gracia toparse con un vampiro que se hace llamar Memo.
Aborrezco Louisiana, si he de ser sincero. Sus policías son demasiado oficiosos y muy poco amigables. Su habitantes suelen desconfiar y tampoco se esfuerzan por ser muy confiables. Sus fantasmas transpiran de más, hay demasiadas ranas en la negrura. Será por eso que disfruto especialmente True Blood, pues me permite estar sin estar en ese trozo del infierno sureño donde ningún vampiro parecería fuereño. Al final del capítulo cae de modo exquisito, como un bálsamo, la música pringosa y a ratos truculenta que permanecerá flotando en la sesera, una vez que la imagen terminó de mordernos. Snake in the grass. Bones. Good Times. That Smell. Pedazos de ese sur donde hay cuatro colmillos por cada diente de ajo y los árboles se hablan de tú con las sogas.