Xavier Velasco
Vista desde los ojos de un niño fantasioso, la riqueza parece cosa fácil. Basta con hacer cuentas alegres, partiendo del total de habitantes del país, pues bastaría, se figura uno, con que todos le dieran un peso para hacerse con una buena fortuna. Que de acuerdo a la población y el tipo de cambio actuales equivaldría a algo más de ocho millones de dólares. Un dineral para unos, poca cosa para un pícaro del tamaño de Bernard Lawrence Madoff, el corredor de bolsa que a lo largo de varios años de éxito sostenido e inexplicable ha hecho desaparecer más de cincuenta mil millones de dólares. Que equivale a sacar ocho dólares del bolsillo de cada ser humano del planeta.
Alguna vez, por mero compromiso, le entregué cierta cantidad pequeña a un compañero de trabajo, que a cambio me anunciaba ganancias sustanciosas. Sólo tenía que ir y convencer a seis amigos de entrar en el plan, y a su vez ofrecérselo cada uno a otros seis. En un plazo de pocas semanas, recibiría cierta cantidad estratosférica. No supe decir no, en parte porque quien me lo ofrecía era el hijo del dueño de la agencia, pero a la hora de convencer a otros sencillamente me quebré. Parecía tan simple aquel enjuague que despedía un tufo escandaloso. Bastaba con hacer algunas cuentas hacia adelante para intuir que a medida que el dinero fluyera tendría que generarse un bache colosal. Era como pedir un préstamo en cadena infinita, progresiva y geométrica. Francamente, habría preferido robar carteras. Cuando menos no tienes que dar la cara.
Si no pensabas echarle ganas, mejor me hubieras dicho e invito a otra persona, se quejó luego el hijo del dueño, que por mi culpa iba a dejar de ganar el 16.6 % del dineral que ya venía en su busca. Unos meses después, sucedió lo que técnicamente se conoce como el nivel de mierda llegando hasta la altura del ventilador. Ante las cámaras de la televisión, los organizadores de aquella pirámide -popular para entonces en el país entero- respondían a las preguntas del Ministerio Público; más tarde, un matemático presente en el estudio explicaba la estafa al enrevesado auditorio. En términos sencillos, los organizadores de la pirámide estaban repartiendo lo que no existía. El método era incapaz de producir un solo centavo, y en cambio generaba una deuda impagable. La fantasía de un niño instrumentada por un pícaro financiero.
Según han dicho fuentes de la fiscalía, Bernard Madoff construyó un agujero de ese tamaño luego de recurrir al socorrido esquema de Ponzi, según el cual se paga réditos muy altos a los primeros inversionistas a costillas de las siguientes inversiones, sin crear riqueza alguna en el proceso. Un día, cuando varios de sus inversionistas recientes pretendieron retirar algo así como siete mil millones de dólares, la firma Bernard L. Madoff Investment Securities se vino abajo como el castillo de naipes que era. Increpado al respecto por sus hijos, el que fuera también presidente de Nasdaq se limitó a decir que no había dinero. Era todo mentira, les explicó.
No puede uno saber sobre cuántas pirámides así descansan sus certezas fundamentales. De haberle funcionado mejor la patraña, Madoff habría muerto antes del fin del cuento que montó. Y eso es lo que uno pide, rodeado como está de sabrá el diablo cuántos aventajados fantasiosos. Si nada de esto es cierto y la vida que llevo en este planeta es una falsedad de extremo a extremo, preferiría llegar al ataúd sin enterarme. Dejar el teatro medio minuto antes del final de la obra, aunque sea para evitar las aglomeraciones.