Xavier Velasco
Mentiría si dijera que éramos muy amigos, pero me quedaría corto si omitiera la mutua simpatía que en más de una ocasión nos llevó a chocar copas, entre risas. Corría el 2003 cuando la conocí, durante una de esas mañanas deslumbrantes en que todo es inédito y parece que el mundo acaba de inventarse. Tenía apenas unas horas en Madrid, seguía pensando y apenas creyendo que un par de meses antes aún me preguntaba cómo hacer para publicar mi novela, y de pronto me veía con el libro en las manos, sentado frente a Isabel Polanco.
Estaba en todas partes, nada se le escapaba. La recuerdo borrosa de aquel primer día en el que no logré hacer foco en nada porque todos los rostros eran nuevos y cada nueva escena tenía la textura de un sueño sin orillas. Pero al día siguiente ahí estaría, y por la noche igual. Era una de mis cómplices, cómo dudarlo. Tiempo después, ya en México, la encontré en un cocktail y fue como si nos hubiéramos saludado la noche anterior. No se daba importancia, tenía demasiadas ideas entre manos y energía de sobra para echarlas a andar.
Desde que vi su foto en el periódico no he logrado sacármela de la cabeza, ni tampoco asumir que ya no está. Uno tiende a creer que las mujeres como Isabel van a estar ahí siempre, cuenta con ellas como con el mañana. Releo la noticia del sepelio y me niego a creer que el redactor se refiere a Isabel. Miro otra vez su foto y menos me lo creo. Voy cerrando la boca, los ojos, el periódico. Busco una flor, encuentro un tulipán. En el nombre de aquella complicidad, pido asilo en la tierra del silencio.