Xavier Velasco
Están por todas partes, pero se ocultan tras la creencia supersticiosa de que son literatura. Cuentan para ello con el escepticismo beato de los optimistas, que es infinito por definición. Asimismo, no poco los ayuda la irrefrenable multiplicación de historias alusivas a sus manías menos mencionables, que son por cierto las más notorias, como ese gusto antiguo por la sangre ajena, a un tiempo extravagante y familiar. No vayamos más lejos: ahora, aquí, preciso alimentarme de otras hemoglobinas para avanzar hasta el final de estas líneas. Rebusco entre las capas de la realidad ensalivándome ya los colmillos. Quien escribe, o dibuja, o de cualquier manera reinventa lo que ve, escucha, huele, toca, lame, se condena con ello a chupar sangre. Lo hará, además, con una terminante voluntad de contagio. Hay al menos dos clases de historias de vampiros: las asépticas y las contagiosas.
Recuerdo una película perdida en la memoria -citarla es ya un abuso, cuando ni el título conseguí recordar- sólo por una línea que atesoré nada más escucharla: La anticipación es el más tóxico de los afrodisiacos. Ir por la vida así, mordisqueando una infinita cantidad de cuellos, es contraer el vicio de anticiparse. Vivir tóxicamente, haciéndole ascos solamente a la asepsia. Hallar lujuria y hasta desenfreno en el coleccionismo del antojo. Ser después mordisqueado por sabrá el diablo quién y para qué. Indigestar, a veces, igual que tantas otras fuimos indigestados. Dar miedo, si es posible, y ocultarse detrás del biombo consecuente. ¿Y si el arte no fuera más que un intento impúdico de encajar los colmillos con cierta discreción?
Debería estar claro que los vampiros no guardan entre sí otra similitud que esa naturaleza de murciélago contaminada de truculencia humana. Si a nuestra especie hipócrita le aterran los murciélagos sólo porque le chupan la sangre a las vacas, imaginemos cómo nos verá la inmensa mayoría de las especies, capaces como somos de perseguirlos, encerrarlos, esclavizarlos, exterminarlos y extinguirlos por mero sistema. ¿Qué pensará un insecto de la especie que inventó el insecticida? ¿Qué opinaría usted, si fuera pollo, de la sonrisa del Coronel Sanders? Ahora bien, hay de vampiros a vampiros. No es lo mismo cumplir el ritual a la luz de la luna, con las formalidades propias de la ocasión, a depredar en todo lugar y momento, con la suerte de mezquindad voraz que ha echado por tierra el prestigio de tantos colmilludos noctívagos.
Nada parece más extravagante que la idea de ir hasta lo alto de los Cárpatos sólo para encontrarse con un vampiro, cuando acá abajo los hay por legiones, en las que en un descuido también pasa uno lista. Asiduo puntilloso del serial Six Feet Under, de Alan Ball, he aterrizado en su reciente True Blood con sed anticipada. Cuatro capítulos más tarde, se mira uno enganchado a la historia por todo lo que tiene de ordinario. Vampiros que conviven con los mortales y consumen botellas de sangre sintética made in Japan. Vampiros cuya sangre es la droga mejor cotizada entre los mortales. Vampiros lujuriosos e insaciables e impunes, como tantos que uno ha tenido en suerte conocer. Lo dicho, pues. Más extraño sería no topárselos.