Xavier Velasco
A todas las novelas suele sobrarles cuando menos un par de palabras, correspondientes al nombre y apellido del autor. Sé que hay quienes se sientan a escribirlas sólo por hacer ver su ilustre apelativo en la portada, pero quien se ha comprometido con el juego sabe que éste tiene que ver con dejar el menor número posible de pistas que conduzcan hacia el perpetrador. Una novela es una fechoría, y éstas naturalmente abominan del crédito. Uno escribe a hurtadillas de la propia historia, asumiéndose malhechor y empleando todos los recursos a la mano para no dejar rastros y ni siquiera olores.
“¿Quién escupió en mi saco”, gruñía el profesor, y el orgulloso autor del atentado tenía que resistir la tentación de hacer saber a todos de su hazaña, so pena de tornarla imperfecta y sumarla a la lista de las indiscreciones imbéciles. Esto lo sé desde el día en que, con catorce años, se me ocurrió la gesta de pintar en uno de los muros de la escuela una torpe caricatura del director, seguida del apodo y el nombre entre paréntesis, por si quedaba duda; a lo cual un segundo infractor, cómplice risueñísimo, añadió la chispeante palabra puto. Ansioso de prestigio entre mis mal llamados compañeros, no tardé en ostentarme como uno de los dos autores del desaguisado que diez minutos más tarde tenía a la escuela entera alborotada, y al día siguiente a los culpables de pie ante un director afrentado, furioso y decidido a escarmentarles con el peso específico de sus complejos. Y todo por haber cometido el pecado mayor del contador de historias, que consiste en sacrificar el misterio en aras de un prestigio caro e inútil.
A los catorce años, la opinión de los profesores sobre mi vocación se hallaba dividida: unos creían que tenía madera de asaltabancos, otros me aseguraban un futuro como repartidor de comida rápida. ¿Y qué querían que hiciera? ¿Decirles que detrás de ese alumno retraído, indolente y abúlico se agitaba un espíritu preñado de cosquillas hormonales y quimeras románticas que su podrida fábrica de carne de cañón sólo podía tornar más apremiantes? ¿Confesarles que luego de haber quebrado todas las marcas previas en materias reprobadas ya casi nada me quitaba el sueño, excepto los desdenes de esa vecina cuyo espectro terco me quitaba la fuerza para todo lo que no fuera matarla imaginariamente de amor? ¿Qué sesuda materia escolar podía competir con el alto misterio de enamorarse a espaldas del universo?
Rara es la actividad personal que concentra el poder de quien la realiza tanto como la fechoría, pues de su buena hechura pende la libertad de quien la comete. Eso es lo que uno busca: salir impune. Por eso borra escrupulosamente cada uno de los rastros posibles, ya que podría bastar el más pequeño para hacer del lector entusiasta un inspector de aduanas. Y ya se sabe cuánto joden a un personaje los interrogatorios de un lector escéptico, de pronto comparables a los celos de una heredera malamada. Por eso insisto: más valdría no dejar ni el nombre.
Llegar a ser el peor alumno de la escuela me permitió crecer en la penumbra, disfrutando de la amplia libertad de movimientos que la fortuna brinda a los apestados sociales. Podía escribir la historia que me diera la gana, mientras no fuera en las paredes de la escuela, o dondequiera que pudiese ser vista. Podía encerrarme tarde con tarde a fingir que estudiaba y entregarme a seguir adelante con esa historia de amor tan perfecta que sólo me precisaba a mí. Podía hacer mi propia película porno con el puro recuerdo de las musas que le había arrancado a una y otra revista sólo-para-caballeros. Pero eso sí: nadie podía saberlo. Hasta mi colección de musas empelotadas estaba oculta dentro de un cuaderno de apuntes que tuve que robarme para, en caso de inspección, respaldar mi inocencia con un nombre ajeno.
Hay quienes piensan que una novela existe para demostrar lo mucho que sabe y lo bonito que escribe su autor. A otros, sin embargo, nos gustaría probar que ni siquiera estuvimos ahí, y que de hecho no hay escritura alguna, pues la mejor historia es aquella que tiene la tinta transparente. ¿Musa? No la conozco. ¿Novela? ¿Cuál novela? Yo sólo vine a entregar una pizza. Son ciento ochenta pesos, más la propina.