Xavier Velasco
El camino de los excesos, escribió William Blake, conduce al palacio de la sabiduría. Me lo repito a ratos, de butaca en butaca, sin querer ya pensar desde hace cuantas horas no hago otra cosa que ver bolas amarillas yendo y viniendo sobre la misma cancha. Es un drama que crece lentamente, como lo haría el cariño o el rencor a lo largo de una semana de intensidades multidireccionales, aunque monomaniáticas. Luego de las primeras seis horas ininterrumpidas de tenis, comienza uno a entender al mundo en función de la lógica del juego. Todo el drama vital se puede reducir al trazo de las líneas sobre la cancha. Podría narrarse el total de los aciertos y errores de una vida a partir de términos como servicio as, falta y doble falta.
No quisiera saber la clase de ridículo que haría sobre una cancha, raqueta en mano. Ya lo hice en su momento, sin el mínimo espíritu de sacrificio, y hasta sin un sentido elemental del decoro. Dudo que dejaría el pellejo ante la red, pero difícilmente puedo prescindir de la aventura de viajar abordo de una estrategia ajena que sale disparada a doscientos kilómetros por hora. No sé si haya heroísmo o masoquismo en la manía de ir tras las últimas pelotas, pero entiendo y comparto a la distancia el proceso mental que lo hace indispensable. Sufro ahí en la butaca, pues de sufrir a gusto es que trata todo esto. Padezco cada uno de los servicios que el favorito en turno intenta inútilmente devolver. Espero como un beato que dispare un as, y me derrumbo como un búfalo muerto si en lugar de eso sale doble falta.
Hay, entre jugador y aficionado, una simbiosis similar a la que une al autor y al lector. Sólo que en este caso el asunto de la profundidad corre a cargo de cada quien. Nadie sino uno mismo sabe lo que apuesta. O en fin, lo que involucra en este juego abstracto de ganar o perder. Ganarle al otro, ganarse a sí mismo, perder con suerte el miedo de perder. Entrar en componenda dichosa con los astros si acaso el marcador le favorece a aquel que yo escogí, y por lo tanto a mí, que por propia elección vengo detrás. He querido expropiar un juego ajeno, y en su momento erosionarme el hígado por su sola causa. Que es la mía, se entiende. Como mía es también la esperanza de ver una final entre Nadal y Federer. ¿Por qué? Porque ninguna otra provoca dosis tan generosas de sufrimiento puro. Voy a ponerlo claro: pago por sufrir.
Día tras día, los ardores aumentan. Cada punto va siendo más pesado, y en tanto eso mejor parecido a un nuevo coletazo del destino. Hay un aire fatal en esos golpes de pelota, cuyos ecos de pronto me acompañan abordo de la scooter, de regreso al hotel. Otros, en mi lugar, acuden cada día a una parroquia y le entregan la suma de sus aflicciones. Una guerra, al final, de cualquier forma. Una pelea a muerte contra lo peor de mí, encarnado en las fuerzas adversas del destino. Y aquí estoy, sin moverme ni atreverme a pensar en otra cosa. Produciendo energía, como un generador.