Xavier Velasco
Ciertos juguetes nuevos dan pavor. No olvido las semanas que pasé titubeando frente a mi primera computadora equipada con módem. Venía con un cupón válido por dos meses para conectarse supuestamente gratis a Internet; mismo tiempo que conseguí resistir a la tentación, sabiendo de antemano que era causa perdida. Tanto así que temía fundadamente que la llegada de ese juguete empezaría por sacudir, trastornar y monopolizar mi vida -situación suculenta de por sí- tal vez aun con mayor contundencia de la que alguna vez me tuvo varios meses rebotando entre el Zelda y el Supermario, presa de una obsesión que no dejaba espacio para más. Y así fue, por supuesto. Tardé cinco años en sacudirme del vicio online.
No quiere uno ni imaginar la depresión que le provocaría sentarse un día a hacer cuentas de las horas que se ha pasado virtualmente postrado frente a unos y otros monitores. Por eso ahora miro hacia la guitarra de juguete del Guitar Hero III con un recelo apenas superior al deseo de estrenarla inmediatamente. Uno al fin se conoce, sabe que apenas necesita de un impulso pequeño para caer en picada, obsesión abajo.
Pienso en una película: Hasta el fin del mundo, de Wim Wenders. La mujer que comienza su viaje al ínfinito íntimo saliéndose arbitrariamente de la carretera, y un día se descubre atrapada por el pequeño monitor donde observa sus sueños obsesivos. Wenders, que habíase arriesgado a construir una historia de ciencia-ficción a corto plazo, cometió un solo error: ignorar Internet, aunque no la inminente adicción al monitor. ¿Existe una superstición más obtusa y retrógrada que la de suponer que el mundo entero cabe en un monitor? No obstante, vive uno como si así fuera. Se va de monitor en monitor, en ocasiones con la urgencia patológica que se atribuye al furor uterino, asumiendo que el mundo es quien ha cambiado.
Las víctimas frecuentes del monitor solemos inventarnos los pretextos más estrambóticos, y hasta hacerlos pasar por razonables, para justificar la adquisición de otro juguete. No vayamos más lejos: compré el Nintendo Wii, equipado con un mecanismo que detecta los movimientos corporales, con la excusa de que me serviría al menos para hacer ejercicio. Y ayer mismo, angustiado tal vez por el creciente magnetismo de mi guitarra nueva, corrí a hacerme con el Final Cut Express 4, pretextando que más valía obsesionarme con editar video que desvelarme estúpidamente con el Guitar Hero III.
Normalmente combato esta clase de conductas desordenadas con la compra de alguna novela, que uso como detente durante las horas de alta tentación. Pero no bien el libro me suelta, los monitores pelean entre sí por mi favor, y entonces necesito decidir entre editar imágenes, jugar con el Nintendo, ver un concierto en dvd o buscar una buena película en la programación, asumiendo con ello los diversos grados de culpa que cada una de estas actividades implica, diríase que inversamente proporcionales al tamaño del monitor. No dudo que haya quien se atreva a ver películas en la pantalla de un teléfono celular, pero tampoco me parecería extraño que cualquier día se tirara desde un séptimo piso sin más explicación.
Nunca he simpatizado con esta suerte de argumentación catastrófica, excepto cuando viene esa ola de extraño puritanismo que con cierta frecuencia nos revuelca justo antes de recaer en el vicio de siempre a través de uno nuevo. Que al final es idéntico a los anteriores, si ha de juzgarse por sus puros efectos. Juguetes miserables: piensa uno que son suyos y resulta al revés. Game Over. Game Over. Game Over. Por lo pronto, ya estamos en la última línea. Cambio de monitor.