Xavier Velasco
XXVII. ¡Lotería!
Son dos los hombres duros apostados a la entrada de la clínica, con la única misión de asegurar que nadie conocido salga de ahí. Están ambos echados en un Chevrolet viejo con los respaldos a medio reclinar, dormitan arrullados por la lluvia y las baladas que escapan del radio a muy bajo volumen. Han detenido el coche con la trompa apuntando hacia el garage, de modo que ningún vehículo consiga salir sin tener que pasar literalmente por encima de ellos. Una idea que hasta ahora ninguno consideró, pese a la inclinación de la rampa que viene desde el sótano y permite que de forma eventual un vehículo conducido desde adentro a cuarenta o cincuenta kilómetros por hora pueda, en efecto, caerles encima. En concreto, una camioneta de la clínica, conducida por una enfermera.
Se escucha un golpe seco, tras un abrupto rechinido de llantas que despertó a los dos ocupantes del Chevrolet, cuyos ojos se abrieron sólo para asistir al último momento de sus vidas. Tal como Carolina y Camilo calcularon, ante el escepticismo de Segismundo, el golpe es suficiente para lanzar los dos vehículos hasta media avenida, de modo que un segundo coche, con Camilo al volante y Segismundo atrás, sale esquivando los pedazos de Chevrolet y tuerce hacia la izquierda, mientras la mujer sale por la ventana lateral de la camioneta, con un hilo de sangre a media frente, y en un tris-tras alcanza la puerta del pequeño carro en marcha, un Peugeot 206 azul marino que el cuidador no tuvo más remedio que entregarles. Un minuto más tarde, los tres ya van que vuelan recorriendo las calles de Polanco, preguntándose aún cómo ha sido posible que un plan así de idiota llegase a funcionar.
-Una cosa es salir vivos del hospital, y otra muy diferente del país -observa Segismundo, mientras lee uno a uno los nombres de las calles: Lope de Vega, Lamartine, Calderón de la Barca, nada que lo remita a referencia alguna.
-Dése vuelta a la izquierda llegando a Molière -ordena Carolina, que es quien supuestamente sabe dónde están. Peñuelas obedece, o más exactamente finge obedecer, pues ya sobre Molière da vuelta a la derecha y después a la izquierda.
-¡Por ahí no, señor! -le grita Carolina, pero el chofer persiste. Se diría que sabe adónde va.
-¡Es sentido contrario! -se suma el alarido de Segismundo cuando por fin el coche tuerce hacia la derecha en Campos Elíseos y advierte que los autos estacionados miran todos de frente hacia ellos.
-¿Cómo así? A esta hora no hay sentidos, mi hermano -sentencia y acelera el colombiano, de pronto poseído por una determinación tenaz.
-¡Adónde crees que vas, imbécil! -estalla Carolina con el pánico impreso en los ojos, al tiempo que se pesca del volante.
Pasado un forcejeo y sendos frenazos, dos ruedas del Peugeot trepan a la banqueta y la salpicadera derecha se incrusta en la salpicadera izquierda de una patrulla estacionada sobre la banqueta. Carolina no pierde ni un segundo: mete la mano a la funda-mochila de Camilo, saca de ahí el revólver Taurus .38 y aprovecha el aturdimiento del chofer para descerrajarle un plomo en plena sien. Lejos de adivinar que saldrá vivo de ésta, Segismundo sólo cierra los párpados y espera que la chica termine con él. Escucha un tiro, dos, tres, cuatro, ninguno para él, abre otra vez los ojos y advierte que los policías de la patrulla están no menos quietos que Camilo. Con frialdad presurosa, Carolina le quita la venda al cadáver y desvela la imagen de un Fidel reventado.
-Ayúdame a bajarlo, antes que se aparezcan los refuerzos -la mujer ha empezado a empujar el cuerpo hacia afuera, ya con la puerta del chofer abierta. Segismundo no atina ni a moverse, pero ya Carolina lo encañona.
-¿Dónde estamos? -susurra, como una súplica.
-Lotería, muchacho -escupe la enfermera, sonriendo amargamente-, estás justo atrasito de la embajada cubana.
-¡Me cago! -Andersón salta del asiento trasero, súbitamente mira hacia el cadáver caliente de Camilo como una ficha que es preciso sacar del tablero. Una ficha pesada que resbala hacia el charco tan lentamente que ya los dos mascullan vocablos sin sentido ni concierto, hasta que Carolina cambia de asiento, se hace con el volante, comprueba que el motor aún está en marcha, mete reversa, avanza medio metro hacia atrás, mete primera y finalmente arranca, derrapando al pasar por encima del cuerpo del Fidel de mentiras. Tump, tump.
-Vámonos, Corazón, no es hora de cagar -Carolina da vuelta hacia la izquierda, luego inmediatamente a la derecha. Como un regalo de la Providencia, se abre una vía rápida frente al Peugeot. El aguacero arrecia, ya graniza. Con trabajos se ve de aquí a diez metros.
De repente, la vida comienza de nuevo.