Xavier Velasco
XXVI. Dos ya son multitud.
En ciertas circunstancias, a una momia le es más sencillo pasar inadvertida que a un barbudo. Luego de seis intentos de afeitarse con un bisturí roto, el fugitivo Camilo Peñuelas ha acabado por aceptar cubrirse el rostro entero con una venda. Segismundo lo mira y comprueba que incluso con la barba bien tapada el colombiano guarda un parecido asombroso con el antiguo autócrata. ¿Debería creer la historia que sin muchos matices Camilo le contó, digna de una novela de espionaje fantástico? A juzgar por sus ojos desorbitados y las manos temblonas, debe concluir que el pobre viejo tiene tanto miedo como él. ¿Es tan viejo, a todo esto? No, pero lo parece. Su semblante es la medioviva imagen de ese Fidel enfermo que tantas veces apareció en la prensa junto a Hugo Chávez Frías. Ambos, diría Camilo, de pipí cogido.
-Yo era un hombre bien sano, compadre, pero desde el secuestro no sé ni qué me hicieron esos mierdas que míreme nomás, parezco un moribundo -se lamentó Peñuelas, cuando aún no había resuelto enfundarse la venda, al tiempo que Andersón, ya cansado de hurgar por el website del Granma, rebuscaba en el Google algún mapa de la ciudad de México sin el cual, se temía, quedarían los dos fatalmente a merced del infortunio.
¿Los dos? ¿Sólo los dos? ¿Y por qué no los tres? Con la pistola que Peñuelas consiguió arrebatar a uno de sus guardianes, que yacía noqueado en el baño de su cuarto, podían darse el lujo de escaparse con todo y enfermera. ¿Una rehén a modo, para el camino? Hace ya un par de horas que Andersón se inclinó por un cambio de táctica. Son apenas las tres de la madrugada, calcula que aún el tiempo está de su lado. A Camilo no le parece buena idea, pero el socio no ceja. Si la chica se ha puesto de su lado, ¿es justo que la dejen atrás? A saber lo que la gente de Don Alex o los agentes de seguridad cubanos se atreverían a hacer con ella si llegan a enterarse de la verdad.
Carolina Rodríguez Atristáin, nacida en la ciudad de México al comienzo de la segunda mitad de los años ochenta. 1.71, 59 kilos, cabello corto y extremidades largas, egresada de la carrera de Sociología, reclutada entre un grupo de simpatizantes de la revolución cubana por un hombre sin nombre que trabajaba entonces para un tal Morazán. Hizo algunos estudios de enfermería el año pasado, en Managua, de cara a una misión que, según le indicaron, la pondría a unos metros de distancia del Comandante. Es decir, de la Historia. Desde que conoció a Camilo Peñuelas y éste la hizo consciente del engaño, hierve en ella un despecho ilimitado, que sin embargo oculta bajo una falsa imagen de sumisión. Hasta el día de hoy, nunca nadie la ha visto exhalar una queja ni desobedecer una orden. Por supuesto, ninguno la imagina introduciendo un PSP conectado a internet al cuarto donde ¿duerme? Segismundo Andersón, teóricamente incomunicado.
-Ella sabe lo que hace, mi hermano. Llevarla es mucho riesgo, no sobreviviríamos. Quién va a perder la pista de dos hombres y una mujer…
-Ya te dije que viene con nosotros. Está de acuerdo, conoce bien la clínica y la ciudad. Sería una mexicana de nuestro lado.
-¿Del nuestro o del de usted? ¿No le basta con tener la escalera de incendios a un ladito de la ventana del baño? No la joda, compadre, que nos van a agarrar -Peñuelas acaricia la .38, como quien piensa en ser más convincente.
-La escalera va a dar directo al sótano. Ella nos va a esperar ahí, con una camioneta del hospital. Me lo explicó mientras tú te vendabas. Va a parecer que la secuestramos. ¿O prefieres que nos larguemos a pie?
-Sepa usted una vaina, Andersón. No confío nadita en esa mujer con la que usted conspira a mis espaldas. Si los traicionó a ellos, nada le cuesta hacer lo mismo con nosotros.
-Entonces yo tampoco puedo confiar en ti, por desagradecido. Óyete nada más, ya estás hablando de conspiraciones: cierro los ojos y miro a Fidel. ¿No fue ella quien te dijo que iban a escabecharnos, en el nombre del pueblo cubano? -Andersón no lo dice, pero encuentra que la noticia de su fuga con una mujer tendrá que aterrizar en los oídos de la Corleonetta. Él también, a su modo, tiene un despecho gordo aguardando revancha. Toda pena de amor, decía La Rochefoucauld, es de amor propio.
Ya entrado en sensatez, Peñuelas mete de regreso la pistola en la funda de almohada que transformó en mochila y se asoma por fin a la ventana rota del baño, constatando otra vez que es lo bastante amplia para dejar pasar su cuerpo entero. Ya no se escucha el ruido de coches circulando que hasta hace pocas horas llegaba de la calle; apenas el rumor de un aguacero que lo reconforta. Siempre es más fácil escapar cuando llueve, se dice mientras trepa por el lavabo, ayudado por un Segismundo exultante, pero ya la experiencia le dice que a esta gente no se le escapa nadie. Murmura entonces, sin que nadie lo escuche, que siempre es más bonito morir a media lluvia.