Xavier Velasco
I. La gorda quiere bailar.
Segismundo Andersón se negaba a dar crédito a su tímpanos. De modo que su idea estaba funcionando. Era un negocio grande, por lo que le contaban. ¿"Fideloto", decía? Por eso, Fidelotto. ¡Pero si se le había ocurrido a él! ¿Nadie iba a darle lo que le tocaba, sus derechos de autor, o como se llamaran todos esos billetes que ya tenían su nombre? ¿Esperaban que se quedara así, comiendo mierda, mientras otros se hacían ricos a sus costillas? "Esperaban." "Se hacían." "Nadie." "Otros." Segismundo rabiaba pero no decía nombres. A gritos se quejaba en el teléfono contra un pronombre tácito y plural, del cual no obstante esperaba justicia. Desde que se enteró de la suerte que había corrido su idea, se miraba gastando racimos de billetes en las tiendas de Coconut Grove, o paseándose en un Audi TT con la capota abajo y una mami colgada del cuello. Ya le tocaba, pues, no podían negárselo. Vio su reloj: jueves, diez de la noche. ¿Qué puñetera suerte le iba a sonreír al dueño de un reloj de veinticinco dólares?
Segismundo Gamaliel Andersón. Veintinueve años, católico, soltero, uno setenta y dos de estatura, ochenta y cuatro kilos, nacido el seis de junio en Puerto Rico, durante un viaje de trabajo de sus padres, que por entonces vivían en Florida. Boca Ratón primero, Talahassee después, nunca paraban. Expulsado de tres colegios consecutivos, refractario a cualquier forma de disciplina, el joven Andersón sólo entendía el tema de las jerarquías durante sus clases diarias de karate Okinawa, que con el tiempo le dejaron llegar hasta la cinta negra, tercer dan. Fue por causa de aquellas aptitudes que en el verano del 2001 le fue ofrecido un empleo como pacificador del club de strippers Cheetah III, en Atlanta. Un par de años más tarde, consiguió sumarse al equipo de seguridad del hotel y casino Treasure Island, de Las Vegas. Fue ahí que conoció, a comienzos del año 2005, al facilitador Mauricio Morazán.
Yo te lo garantizo, amiguito. Morazán no te deja bailando con la gorda, le repetía Mauricio en el teléfono. ¿Creía acaso que le habría llamado, si quisiera escondérsele? No podía esperar que Don Alex le soltara dinero a cambio de una idea que a cualquiera se le pudo ocurrir. Él ya sabía cómo eran las cosas, para qué le buscaba tres huevos al mandril. ¿Cuándo lo había dejado abajo Don Alex? ¿Le quedó algo a deber, alguna vez? No iba a ganar ni un penny si no le entraba por el carril derecho. ¿O sea por el chueco? Nadie más que Don Alex sabía dónde estaba la zurda y dónde la derecha. ¿Se pensaba a alinear por la derecha del patrón, o iba a querer mirarle el culo al diablo?