Xavier Velasco
Para los que se inician en el ciberturismo, el mayor atractivo de la red tiene que ver con su aparente impunidad. Ser otro, u otros. Decir, obedeciendo a impulsos repentinos, lo que nadie diría frente a un desconocido. Autorizarse a denostar, insultar, humillar a quien no se conoce ni se conocerá. Reírse dientes adentro por haber recién hecho lo que en el mundo real sería considerado cobardía sin nombre ni vergüenza. Casi todos hemos sentido la tentación de hacerlo, o cuando menos albergamos la idea de un día extralimitarnos sin por ello tener que dar la cara, como quien lleva doble o triple vida. Pero insisto, se trata de una impunidad engañosa, pues nadie que se atreva a ser otro puede volver a ser quien antes era sin dejar huellas, o hasta cicatrices.
Los versados en la etiqueta de las relaciones virtuales encuentran un peligro en la posibilidad de actuar intempestivamente y luego lamentarlo, ya sea en un e-mail, un chat, un foro, un blog, donde nada es más fácil que soltar lo que se ha pensado sin pensar, igual que se descarga un bofetón y al hacerlo se prueba el deleitoso elíxir de la crueldad, mismo que al digerirse va dejando un regusto más y más amargo en quien se creyó libre de sarpullidos morales ulteriores. Sólo que en internet no se miran las consecuencias de lo que se hace, ni se acaba de creer que el enemigo al otro lado de la línea es del todo persona. Apretamos botones, y si uno de ellos está conectado a alguna cámara de tortura mental, no parece realmente culpa nuestra. E incluso si así fuera, bastaría con apagar el aparato y pretender que nada sucedió.
Son legión quienes han encontrado una pareja merced a la virtualidad electrónica, pero podría apostar a que son muchos más los que han visto sus relaciones destrozadas por intermedio de ese mismo recurso. Igual que tantos se aficionan a golpear desde la relativa penumbra del teclado, no pocos son adictos a husmear en los ciberbuzones de sus seres queridos, y a veces alcanzarse la alta canallada de enviar correos perversos en su nombre. Algo que con el método tradicional exigiría tinta, papel, estampillas y tiempo, y aquí es tan simple como apretar un botón. O en fin, algunos cuantos. Nada que tome más de un par de minutos: tiempo sobrante para golpear de lleno y por la espalda, con una de esas máscaras que hacen del pusilánime raudo castigador.
“Nada impresiona a los taxistas de Nueva York”, concluye un personaje de Woody Allen al pagarle al chofer y advertir que su condición de invisible le tiene sin cuidado. Ahora que todos somos invisibles gracias al monitor que a tantos sitios nos permite asomarnos sin dejar casi huella —o dejándola en medio de millones—, lo impresionante es descubrir que aquellos que creímos frenos morales no eran más que retazos de pereza. Si antes no recibíamos anónimos era porque costaba tiempo y esfuerzo perpetrarlos.
No estoy especulando. Desde la noche en que me carcajée a solas hostigando neonazis emboscados y satanistas de carnaval, hasta el día en que recibí amenazas y soporté imposturas incriminatorias capaces de joderme la paz espiritual por anchos meses, he encontrado que las mentiras virtuales necesitan de poco para hacerse verdades con textura de pesadilla lovecraftiana. Aun así, cuesta trabajo creer que haya quien tenga tan escasa vida personal que se ocupe escarbando en las ajenas, como hacen los villanos de telenovela. Cuesta asimismo reconocer que basta una pequeña desazón para verse tentado a tornarse uno de esos solitarios.
En los tiempos de Howard Phillips Lovecraft, había que leer el Necronomicón para entrar en los círculos concéntricos de la locura sobrenatural. Hoy basta con leer los correos ajenos para caer en una espiral de rencores, denuestos e imposturas al vapor. Lo único ilusorio, de entonces hasta ahora, consiste en darle crédito a la superstición facilona de que no quedó huella en el lugar del crimen. Más allá de las direcciones IP y la bitácora de los servidores, las marcas del siniestro sobreviven al fondo de la propia conciencia. Se convierte uno en monstruo sin siquiera advertirlo, y aún va por ahí jugando alegremente al Hombre Invisible.
¿“Alegremente”, dije? Qué patraña más triste.