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Elogio de lo inservible

Por 29 de octubre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Tendría poco más de siete años cuando de manos de mi madre recibí la primera agenda de bolsillo. Era una del año anterior, pero igual me sentí un niño importante porque era el único de mi edad con agenda. Además, no tenía citas que atender. Podía llenar todas esas hojitas de cuantos garabatos o dibujos quisiera. Y a la postre duró varios años, durante cuyo transcurso me acostumbré a salir cada mañana con la agenda debidamente oculta en el bolsillo. Traía algunos números telefónicos, mismos que rara vez llegué a marcar, más diversos apuntes que yo creía útiles aunque nunca llegara a utilizarlos. De entonces hasta hoy, cargo siempre con una agenda más o menos inútil, que en todo caso sirve como mera bitácora del caos.

Las agendas no siempre le arreglan la existencia a su dueño, pero de cuando en cuando le calman los nervios. Especialmente cuando la agenda es nueva y su sola llegada sirve para llenarse de buenos propósitos. Que es lo que sucedía cuando empezaba el curso y mis querúbicos padres forraban de plástico transparente los nuevos libros y cuadernos, donde ahora sí el niño sacaría verdadero provecho académico, y haría sus tareas y cumpliría con todas las exigencias escolares. Puras patrañas, pues, mas uno se las cree como si provinieran de una persona confiable. Será por eso que pasan los lustros y todavía espero que una agenda venga a cambiarme la vida. Lo cual sería plausible si me tomara la molestia de llenarla, pero eso exige la disciplina férrea de quienes acostumbran reservar un lugar para cada cosa y poner cada cosa en su lugar. Gente rarísima, en mi experiencia. Nunca seré como ellos, aunque aún puedo darme el lujo de estrenar agenda y asumirme persona organizada.

Hoy las agendas son majaderamente poderosas. Sus diferentes mecanismos electrónicos no sólo simplifican el puntual cumplimiento de los compromisos, sino que hacen difícil esquivarlos. Traen alarmas, recordatorios previos y avisos de colores, entre otros adelantos que deben de ser cómodos para quien no ha encontrado como sacudírselos. Por si esto fuera poco, han contraído algunas la maña de amafiarse con la computadora o el teléfono, de forma que no pueda uno ignorarlas. Pero el caos también tiene sus mañas, demasiadas para que un simple grillete electronico se adueñe de la voluntad de un voluntarioso. Cada vez que a la agenda, el teléfono y la computadora les sale lo mandón, no me queda más que desconectarlos; a ver si así se ubican en su papel.

Más que una simple agenda, mi aparato portátil es una sucursal del cerebro. Es decir que está lleno por igual de cosas útiles e inútiles, como teléfono, procesador de palabras, cámara de video, calendario lunar, teclado, mp3 y un adictivo juego de boliche. Prefiero no decir cuáles son los programas que más utilizo, baste con recordar que a estas alturas sigo considerando a la agenda un juguete sin mejor atributo que el de entretenerme durante los tiempos muertos y hacerme creer que soy serio y puntual por el solo hecho de tener una agenda electrónica. A veces, si amanezco insoportablemente optimista, me da por instalarle un programa pomposo que se piensa capaz de controlar ingresos y gastos, pero más tardo en comenzar a ingresar numeralia que en rebelarme contra su autoridad y devolverle todo el control al descontrol.

Creo, con Wilde, que la única excusa para hacer una cosa útil es no guardarle admiración alguna, y la verdad es que admiro a una agenda sólo cuando es muy útil para llevar a cabo cosas inútiles, como escribir por nada y para nada, o anotar más de 280 en una sola línea de boliche, por 250 del aparato. Llego a creer, con imbécil frecuencia, que mi suerte para el resto del día dependerá de mis tempranos números en el miniboliche, igual que a veces temo que si no sirve el texto que pergeño tampoco sirvo yo… ¿Para qué? Para seguir haciendo cosas inútiles. Por lo pronto, ésta que nos ocupa ya está lista. Ay de quien ose hallarle utilidad.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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