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El sentido de leer

Por 18 de febrero de 2008 Sin comentarios

Xavier Velasco

Escribir es leer. Leer es escribir. Escribo para complacer al lector que me habita, si bien hay días en que me complace irritarlo. Leo pensando en darle de comer a ese mismo individuo que gusta de escribir. Cuando alguien me pregunta para qué escribo, o para qué leo, siento la tentación de preguntarle para qué diablos ejercita su aparato reproductor. Vamos, que son legión quienes dan cualquier cosa por ejercitarlo, y en el primer descuido zas: se reproducen. Irresponsablemente, casi siempre. Un proceso infinitamente más caro y riesgoso que el de reproducir las ideas, pero difícilmente hay quien se cuestione su validez universal. Nadie se extraña cuando sabe que otros se reproducen, aun a sabiendas de que ciertos zopencos no deberían siquiera intentarlo.

     En su abismal Helada -esa novela extensa cuya intensidad dio lugar a no más de dos puntos y aparte- Thomas Bernhard se pregunta, a través de un pintor de lucidez suicida, qué tan ruin y egoísta debe ser una madre para traer a un hijo a este mundo infeliz. ¿Lo dice así, tal cual? No, por supuesto. Lo leí hace ya tiempo y es como lo recuerdo. Seguramente ahora lo estoy reescribiendo, para incomodidad de sus lectores memoriosos, pero insisto: escribir es leer, y viceversa. Escribo para dar inicio a una suerte de juego cuyas secuelas nunca conoceré, pues no sé ni consigo imaginar qué clase de novela se construirá este o aquel lector, que al leer la tendrá que reescribir en la cabeza con una libertad que, como autor, me asusta. Pues el autor, al fin, es el provocador que intempestivamente se mueve de la escena una vez que termina con su parte en la fechoría. La novela ha dejado de ser suya, en adelante sólo vivirá gracias a quien se atreva a interpretarla, y así la reproduzca, deformándola.

     Hay, entre la mano que escribe y los ojos que leen y por tanto reescriben, una complicidad equivalente a la de quienes se entregan al ritual prodigioso de la reproducción. Sobra decir que abundan los patanes dispuestos a ayuntarse con quien se deje sólo por deshacerse de sus demasías, pero existen también quienes encuentran mística en el ritual, y tras ella un genuino manantial de conocimientos. Pobre de aquel que logra la estúpida proeza de hacer impunemente el amor, pues me temo que tal cosa equivale a terminar de leer un libro sin jamás enterarse de qué trataba. En tal caso -y hay muchos, sobre todo en los años escolares- sería preferible no haber leído nada, toda vez que al hacerlo no se corrió más riesgo que el de quedarse igual, tantas hojas después. Se lee igual que se ama: con callado apetito de peligros mayores.

     Me da un poco de asco leer sin apetito, tanto quizá como dormir a solas en compañía. Cuando se lee un mal libro, o uno bueno a destiempo, colabora uno poco o nada en su reescritura. Recuerdo ciertos textos escolares -asestados por profesores frígidos e incompetentes- cuya lectura rigurosamente obligatoria equivalía a un estupro neuronal. Se dejaba uno hacer, recorriendo las líneas y las páginas como el preso que se entretiene descontando sus días de cautiverio; o ya de plano se iba saltando renglones, hojas y capítulos. Da horror la mera idea de escribir un libro que estuprará al lector y lo forzará a odiarlo.

     "Ándale, hijo, baila con tu prima", me empujaba mi madre enfrente de los tíos, cuando lo que realmente deseaba era largarme de una vez por todas de esa boda de mierda y acudir presuroso a la fiesta donde podría bailar con la que me gustaba, no con aquella prima papanatas. Y lo mismo pasaba con los libros que no me seducían. Prefería ganarme un cero en la materia de Literatura con tal de huir del libro obligatorio para refocilarme en la lectura de, digamos, Pantaleón y las visitadoras. Leer sin libertad es amar por la fuerza, que equivale a no hacer lo uno ni lo otro.

     Camus se preguntaba la razón por la cual la gente se suicida, pues la sola respuesta habría resuelto la duda elemental de la filosofía. Con él, y en buena medida gracias a él, creo aún que la vida carece de sentido, y esa es la gran razón para vivirla. ¿Por qué leer, entonces? ¿Por qué escribir? Porque hacerlo, de entrada, no tiene sentido; y porque sólo haciéndolo se sabe para qué. Cualquier aventurero respondería lo mismo si alguien le preguntara por qué hace lo que hace. Para saberse libre, pues, para qué más.

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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