Xavier Velasco
Arribar a París a media lluvia revienta el optimismo de cualquiera, más todavía en lunes, de noche y a solas. Camino hacia la Plaza de la Concordia, sin distinguir aún el obelisco pero ya inquieto por algún resplandor vecino, que nada más llegar me abarata el paisaje tan esperado, pues justo atrás de la vistosa plaza se alza una gigantesca y refulgente rueda de la fortuna, por sí misma capaz de ridiculizar al obelisco. De modo que me acerco únicamente para comprobar que aún se trata de la misma plaza y el obelisco no ha cambiado de talla. Un empeño más bien deficitario, pues con el tiempo todo muda de talla, color y resplandor.
Dudo que exista quien pueda olvidar la primera vez que puso un pie sobre Campos Eliseos, con toda la alegría intempestiva que suele acompañar al evento. Me recuerdo con pocos dólares en la bolsa —¿treinta, cuarenta?—, sin perspectivas de dormir bajo techo esa noche o las próximas, brincoteando ante el Arco del Triunfo, al mando de un estado de felicidad que ninguna miseria empañaría. Era pleno verano, traía una canción del Clash en la cabeza y había decidido gastarme aquellos dólares en la renta de una bicicleta, que si bien no valdría para proporcionarme techo ni sustento, cuando menos me dejaría ir y venir por aquella ciudad maravillosa que yo quería comerme adoquín por adoquín. Había incluso un placer especial en gastarse hasta el último centavo y andar por esas calles ligero como un paria, sin otro tiempo que el presente perfecto.
Las noches son incomparablemente más largas para quienes duermen a la intemperie. Iba y venía entonces entre los andenes de la Gare du Nord, buscando alguna caja de cartón que pudiera servirme de cama; si además de eso conseguía una barra de chocolate, podría negociar varias horas de sueño, hasta que por ahí de las cinco y media me despertara la punta del zapato de alguno de los policías a cargo de limpiar de vagabundos el andén. Lo hacían suavemente la primera vez, luego ya daban patadas en forma. Hora de desatar la bicicleta e ir en busca de algún hotel en cuyo lobby pudiese acomodarme a dormitar hasta las siete u ocho. Para quien ha dormido a la intemperie, la salida del sol es motivo sobrado de alegría: la vida se renueva, todo puede pasar.
Tengo, por suerte, las manos bien grandes. Puedo esconder tras una sola de ellas cualquier objeto de doce o trece centímetros, con las puntas de las falanges dobladas. Que era el caso de las barras de chocolate que me llevaba de las tabaquerías sin despertar sospechas, cuatro o cinco por día para poder continuar pedaleando de lobby en lobby; limpiando las conciencias de los turistas que no tenían empacho en creerse los cuentos que les contaba para sacarles algo de dinero. Una existencia sórdida, vista ya desde aquí, pero que entonces era luminosa como un día de cumpleaños para un niño.
Escribo estas palabras en un cuarto de hotel, muy cerca de la Ópera, preguntándome si mañana habrá sol o tormenta. Supongo que hace años, cuando dormía en la estación de trenes, la sola idea de tener un cuarto con baño privado y poder remojarme completo en la tina me habría bastado para saltar de dicha, pero el hecho es que llueve y no tengo bicicleta y Chet Baker insiste en pintarme la noche de azul marino. Tampoco tengo ganas de meterme en la tina. Recuerdo así la vieja sensación de rechazo que lo hace a uno enamorarse de ciertas ciudades. Con tortuosa frecuencia, el amor se alimenta del desdén.
No puedo soportar que París me dé la espalda, luego de haberme seducido por medios incontables y quizás infinitos. Tengo que ir y buscarle la cara, como haría con una mujer entrañable a cuyas lágrimas temo más que a las mías. Tengo también que darle la razón a Chet Baker: se necesita suerte para amar así.