Xavier Velasco
Pasa cada año, entre el final de junio y el principio de julio. Llevo una doble vida en el nombre de Wimbledon: seis o siete horas diarias de tenis compulsivo. Nunca es lo mismo ver los juegos a partir de la segunda semana que comenzar desde el primer lunes, como quien zarpa hacia un destino secreto. Cuando al fin llega uno a las semifinales, puede decir que ya comparte tanto el cansancio como el hambre de tenis de los que quedan. Sólo que este año ha sido diferente, por decir lo menos. Como bien lo explicó el cronista Bud Collins a mitad de la edición 2008: parecería que un par de jugadores celebraron su fiesta particular e invitaron a ciento veintiséis amigos a hacerles compañía. Nada más.
A diferencia de los otros años, cuando se emocionaba uno imaginando que en un golpe de suerte cualquiera podía ganar, los cierto es que esta vez algunos -¿la mayoría, tal vez?- no hemos logrado hacer cosa mejor que esperar la final inminente de Nadal contra Federer, y entre tanto entregarnos al deleite de la especulación precoz, al igual que cada uno de los comentaristas de la televisión. Nada que quiera uno dejar de hacer cuando ha caído la noche en Londres y en México no han dado las cuatro de la tarde; ya por la noche, apenas conseguía despegarme de los anchos resúmenes del Tennis Channel, con el pretexto cierto de que al día siguiente por la mañana tenía nueva cita con la transmisión de ESPN. No había que ser experto en la materia para saber de cierto que algo bien grande estaba por ocurrir.
Como cualquiera que conozca su juego, admiro la elegancia perfeccionista de Roger Federer. Su modo de plantarse al centro de la cancha, obligando a los otros a orbitar en torno a su zona de confort. Esa ecuanimidad envidiable que le permite jugar con el cerebro frío. El inmenso catálogo de golpes y posturas que le hace propietario natural de cada metro cuadrado de la cancha. Sus maneras aun más caballerescas que caballerosas. Me gusta así de Federer todo aquello que, temo, me es inalcanzable, ya no en el tenis como en la vida misma, igual que no me queda sino mirar de lejos a la luna. Por eso fue que hoy, como hace uno y dos años, y obviamente en las últimas cuatro finales de Roland Garros, mi favorito ha sido siempre el monstruo.
Matador, le han llamado algunos periódicos ingleses. Otros, más específicos, lo apodan Carnicero, de seguro por esa intensidad demoledora que hace de cada punto que juega una gesta de dimensiones heroicas. Algunos, incapaces de heroísmo, miramos hacia allí y no podemos invitar la identidad profunda de los que creen que vida sólo hay una y hay que exprimirla a toda hora, a como dé lugar. A gritos, a pujidos, a la fuerza. Esta vez, lo he seguido a lo largo de seis juegos, en los cuales descuartizó a sus oponentes sin encontrar más que fugaces resistencias. Beck, Gulbis, Kiefer, Youzhny, Murray, Schuettler, no más que meros trámites para llegar al juego del domingo. Ninguno suficiente para quitar del todo la comezón por ver al Matador pelear en la final como sólo él pelea. Monstruosamente, pues.
Quien haya estado frente a la televisión durante toda la final de Wimbledon sabrá conmigo que no hay forma de contarla. Jamás antes vi nada parecido, ni siquiera entre ambos protagonistas. Según John McEnroe, en su papel de insuperable cronista televisivo -ya en Roland Garros narraba las intervenciones de Nadal con pasmo y reverencia-, se trata del mejor partido que alguna vez presenció. Una de esas batallas que lo llevan a uno de paseo por multitud de sentimientos y emociones inefables, al punto que a partir del final del tercer set ya no puede parar de gritarle a la pantalla. Mil perdones, Rod Laver, Bjorn Borg, Peter Sampras: tampoco creo haber visto antes a un tenista de ese tamaño, menos aún a dos.
"Lo intenté todo", ha dicho Federer al recibir la charola del segundo lugar. "Gracias", exclama McEnroe desde la cabina. Luego lo hace ante Federer, a un lado del pasillo, recién devuelto de la cancha central, con los ojos llorosos que a uno también le duelen porque nunca quisiera ver perder a un jugador de esta categoría -inaugurada a solas por él, compartida hoy con Rafa Nadal-, menos después de una batalla así. "Para ganarle a Federer tienes que ser Nadal, corretear por la cancha como conejo y tirar winners desde todos los ángulos", había declarado Marat Safin antes de su partido semifinal.
Han pasado diez horas desde entonces y todavía no sé bien lo que vi, pero me queda claro que muy difícilmente volverá a suceder. Qué razón tuvo McEnroe en recordar lo afortunados que somos por haber visto todo lo que vimos. Han pasado diez horas desde el último golpe del Matador y todavía me queda la carne de gallina.