Xavier Velasco
La escritura conoce dos supersticiones funestas: la musa indispensable y el bloqueo invencible. “Tengo el dedo en el gatillo, pero no sé en quién creer”, canta Bruce Springsteen en la televisión y de nuevo me digo que si quiero escribir tendría por lo menos que apagar la tele, pero hay algo que me hace conservarla prendida. Es como un mecanismo de autodefensa que lo protege a uno de enfrentarse al león, y que cuando por fin apague la tele me llevará a dar una vuelta a la cocina, o a abrir un libro, o a preguntarme qué clase de música necesito para sentarme de una vez a escribir. La palabra bloqueo me pone los pelos de punta, ahora mismo toco madera para no contraer esa superstición barata, que es el mejor pretexto para oficializar la esterilidad.
“¿Y qué tal si lo que hago para sobrevivir mata las cosas que amo?”, prosigue el Boss, y entonces sí que apago la tele. Son ganas de joder, me digo. Pero si los ladrones y las putas igual matan lo que aman y nunca se bloquean, ¿por qué a los narradores, colegas naturales de éstas y aquellos, tendría que pasarles diferente? Escribir una historia se parece a asaltar un banco y enfrentar toda suerte de eventualidades. Va uno huyendo de todos sus monstruos, más los demonios que la historia engendra, sin saber hacia dónde ni por qué, o ya en el mejor caso creyendo erróneamente que sabe algo. ¿Para qué escribiría, si tanto conociera?
Uno jamás de queja de bloqueo cuando encuentra algo nuevo de qué escribir. Algo que no conoce, ni acaba de entender, ni sabe bien a bien por qué persigue, pero están esas chispas insinuándose como una marquesina secreta. Hay el placer profundo de una profanación en el acto para otros irresponsable de abordar ciertos temas desde la novatez. Ser deslumbrado por cotidianidades extranjeras y narrarlo de pronto con las manos temblonas es un poco volver a nacer y dejar la constancia en un acto reflejo injertado en impulso consciente. Cuando eso pasa, monstruos y demonios se quedan tan atrás en mi persecución que hasta me doy el lujo de meter reversa y hacerles señas puercas para provocarlos. No tiene tanta gracia ir desafiando el reglamento de tránsito si no se escucha alguna sirena detrás.
Según afirma la canción de Thelonius Monk y Cootie Williams —con el seguro aval de legiones de licántropos—, uno puede gozar de la tarde y flagelarse un poco durante la cena, pero los pelos brotan por ahí de la media noche. “Sentí pelos”, decimos los mexicanos para dar pleno énfasis al susto por el que acabamos de pasar. ¿Y qué se busca al arrimarse a una ficción, sino sentir siquiera algunos de esos pelos que de noche nos sacan a la bestia sedienta de pasiones inmencionables? Ahora bien, si tomamos en cuenta que las musas son al fin animales, como bien lo demuestran los ímpetus selváticos de la mía, ¿quién no se explica que las musas acudan no al llamado del narrador que durante el tal bloqueo jura precisarlas, como al aullido de la bestia intempestiva que recién despertó y ya pide sangre?
Así como el efecto de los estupefacientes parece facilitar el arribo de la musa, cuando en realidad lo dificulta, la musa no hace más sencillo el trabajo, ni abre por sí misma las puertas y ventanas selladas de la historia, sino que pone cuantas piedras puede en el camino. ¿Por qué? Porque sabe que a uno le gustan los problemas, de otra manera no participaría de este juego que consiste en joder al menos una vida de verdad para arreglar algunas cuantas de mentiras. Uno quiere partrullas veloces y policías diestros que le obliguen a pensar rápido y volar en consecuencia. ¿Bloqueo? ¿Quién es el papanatas que va a bloquearse con el botín encima y la policía atrás?
Se escribe contra todos, empezando por uno mismo y terminando en esa bruja vestida de musa que insiste en apostar contra quien la invocó. Existen miles de conjuros efectivos para llamar a una musa, pero no hay uno solo que permita ahuyentarla, ni existe garantía de que no será bruja disfrazada, ni hay método científico que lleve a distinguir unas de otras. De todas las supersticiones disponibles, elijo sólo aquellas generosas que me confirman en mis prejuicios. Hace un rato dejé de esperar a la musa y he salido a cazarla con una escopeta. Un poco más de fe y mañana cenamos Afrodita a la plancha.
Videos de pie de página:
Bruce Springsteen, She’s The One.
The Jeff Beck Group, Ain’t Superstitious.
Ella Fitzgerald, ‘Round Midnight.