Xavier Velasco
Supón y haz suponer que ahora es la hora de contar ficciones. Has leído en la página web de la NASA que un eclipse total de luna ocurre solamente durante el plenilunio, una vez que el satélite queda del todo inmerso en la sombra del planeta. Hoy que recién dejaste la mitad de ti en la mitad del mundo te preguntas, aún dentro del avión que te tiene flotando en la zozobra sobre las nubes densas de Brasilia, qué consecuencias tiene un eclipse lunar, como otro se preguntaría cuándo ocurrirá el próximo terremoto. Nada que uno pudiera responder, sensatamente al menos, pero tampoco está el horno para bollos. Hará una media hora, o así te lo parece, que el avión sobrevuela esta ciudad horrendamente geométrica que una vez pretendió parecer del futuro, y de pronto el futuro, tu futuro, ya está en tela de juicio desde que la mujer atrás de ti se abrazó a su marido y empezó a sollozar.
¿Afectan los eclipses lunares a los aviones? La pregunta suena bastante estúpida, pero igual te conforta más que contemplar la tormenta en las ventanillas y seguir dando tumbos con todo y asiento. Van dos intentos de aterrizaje fallidos, cada vez se escucharon suspiros alarmados y se adivina el rechinar de dientes. Asimismo soportas el súbito fastidio de estar sentado a un lado del pasillo, no puedes ni aspirar a asomar la cabeza y comprobar si acaso hay otra cosa que bruma allí debajo. Así estaba la noche en Macapá, tanto como la madrugada en Belem. Es la segunda escala y la lluvia no para, siempre será más cómodo preguntarse si acaso hay algo raro con el eclipse, en lugar de tener que hacerse mala sangre calculando -la paranoia lo hace sin ayuda de nadie- si con este aguacero se puede aterrizar de alguna forma. "Que nadie se preocupe", afirma el capitán por el altavoz, "tenemos todo bajo control". Eso mismo decía la revista de abordo de Varig sobre la compañía, antes de la debacle que casi la borró del mapa. Además, el eclipse terminó. Era la medianoche en Macapá cuando la sombra estaba en su apogeo, de forma que la luna fue desapareciendo hasta volverse sombra entre las sombras.
La señora de atrás ya llora abiertamente, mas casi no la escuchas. Sigues con la cabeza inmersa en la mitad del mundo, cierras los ojos y recorres de nuevo la costera mojada por el Amazonas, la avenida Fab, la Hildemar Maia, los semáforos antes del aeropuerto. Resuena en las paredes del cráneo la canción de Belle & Sebastian que día y noche salía de las bocinas del Toyota Corolla donde todas las tardes mudabas de hemisferio y ya sólo por eso creías acreditar la magia circundante. No debería estarse en la mitad del mundo sin consecuencias, menos aún en medio de un eclipse. Piensas por ocio, de un modo juguetón y ya sólo por eso tranquilizador, que si ahora mismo se cayera el avión, te pescaría la muerte con la cabeza en la mitad del mundo. Cosa linda ha de ser morir imaginando que se vive feliz e intensamente.
El miedo es contagioso, se supone, aunque muy rara vez te lo han ocasionado los aviones y ésta no es la excepción. Es apenas algún desasosiego escurridizo, te incomoda el sollozo que aún repta desde el asiento trasero. Son ya más de las seis de la mañana en el avión de Tam, por la noche estarás en uno de Aeroméxico. Piensas, igual que tantos, que no vas a morirte en un avión. Sería ridículo, te dices luego de los últimos tumbos. Además tienes cosas por hacer. No imaginas la posibilidad de no volver a la mitad del mundo, o la de nunca más ver un eclipse ni fundirte en los ojos astrales de una genuina Princesa Amazónica.
Aterriza el avión en Brasilia, dentro de unos minutos despegará de nuevo, camino de São Paulo. La señora de atrás todavía se abraza a su marido, que la ignora y se esmera en poner cara de tipo duro a toro pasado. Cierras los ojos sólo para instalarte en la imagen vivísima donde vuelves corriendo a la mitad del mundo y la luna persiste en esconderse y el avión no despega y se alarga el eclipse, noche tras noche. Quienes que más saben de esto le llaman saudade.