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Donde hubo plumas

Por 20 de diciembre de 2007 Sin comentarios

Xavier Velasco

Los levantan del suelo, por la noche, literalmente sin decir ni pío. No habrán dado las dos cuando ya los primeros están en el camión, amontonados dentro de jaulas de madera que durante horas viajarán apiladas. En la granja son más de cien mil, distribuidos en gigantescos corrales diseñados para albergar veinte mil pollos cada uno.

     Los hombres del camión han llegado listos para vaciar un corral entero. Los alzan de las patas, aprovechando la somnolencia y el aturdimiento imperantes. Se los van colocando entre los dedos, hasta que cargan cuatro en cada mano. De ocho en ocho, hasta hacer veinte mil. Dos mil quinientos viajes al camión, a lo largo de tres o cuatro horas corridas. Luego viajar al rastro y descargar las jaulas. Vida de cargapollos.

     A los pollos ya no se les cría; se les revoluciona. Del cascarón al rastro, un pollo criado en condiciones normales vive doce semanas. Pero los productores quieren abatir costos, de modo que alimentan a sus pollitos entre ocho y diez veces diarias, a través de unas bandas transportadoras que recorren completo el corral, y cuya sola puesta en marcha les provoca el impulso pavloviano de salivar y volver a comer. Con nueve revolucionadas semanas de vida, los avechuchos lucen tan corpulentos que va siendo hora de llamar al camión…

     Un pollo acostumbrado a comer cada tres horas desecha la comida casi entera, de forma que el granjero se la vuelve a servir. Se engaña así al metabolismo igual que al aparato digestivo, y una vez más se abaten los costos. Cuando alguno se enferma, el granjero lo aísla y llama al veterinario. Hay, detrás del corral, un altero de pollos muertos y moribundos, esperando que llegue el doctor a revisarlos y acaso prevenir a tiempo la epidemia, que tal como su nombre lo indica es una muy costosa calamidad.

     Se sabe que el pollito está enfermo o herido porque sufre el asedio de los otros, que lo agreden a picotazos, y en un descuido acaban devorándoselo. Más que sólo picar, le arrancan pedacitos de carne. Lo mismo pasa si el pollo es distinto, empezando por el color de las plumas. En la granja repleta de pollos blancos, uno gris o café difícilmente llegará a las nueve semanas. Si los cerdos castigan la extranjería, los pollos no perdonan la diferencia.

     Las granjas de postura no son menos espeluznantes. Las gallinas viven en jaulas de metal poco más grandes que ellas, con un agujero en la parte baja, por el cual sale y rueda cada huevo hacia una canal. Aun con las limitaciones de espacio que se le imponen, podría la gallina romper el huevo de un picotazo, si los granjeros no le hubieran cortado el pico. Hay una indignidad grotesca en la visión de todos esos picos sin pico, cacareando impotencia vitalicia.

     (Durante un tiempo cercano a las cuarenta semanas, las gallinas ovulan diariamente, tras lo cual un descanso de varias semanas las haría productivas por unos meses más, pero los contadores aconsejan abatir esos costos y enviarlas de una vez al matadero.)

     Recuerdo que en las fiestas escolares -aborrecía ir, más todavía si ocurrían en el patio del pútrido colegio- había siempre un puesto de concursos donde se daba como premio un pollito vivo. Regresar a la casa con un par de mascotas de días de nacidas diciendo pío-pío parecía un privilegio del destino, hasta que horas o días después se me morían. ¿Qué crees, hijo?, disparaba mi madre, compungida, camino de la casa, y yo sabía ya de lo que hablaba. Si quería, podía enseñarme dónde lo había enterrado…

     Un pollo rostizado se vende por el equivalente a seis latas de Coca-Cola. Vienen todos sin plumas, ni patas, ni cabeza. Son carne a la que sólo diferenciamos por el sabor. La pierna, la pechuga, el muslo. Cuando un niño se enferma del estómago, los padres lo alimentan de pollo cocido. Cuando un niño parece original a los ojos de los demás niños, su suerte se asemeja a la del pollo pardo. ¿Y quién ha oído hablar de un pollo afortunado? La única ventaja de los pollos consiste en no saber que son pollos.

 

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Xavier Velasco

Xavier Velasco entiende la novela como un juego inocente llevado por placer hasta sus más atroces consecuencias. Sintomáticamente, dedica las mañanas a meterse en problemas por escrito y las tardes a intentar resolverlos brujuleando entre calles y avenidas de la siempre auspiciosa ciudad de México. Disfruta especialmente de la amistad perruna, el olor de la tinta y el alquiler de scooters en ciudades psicóticas. Obtuvo en 2003 el Premio Alfaguara de Novela por Diablo Guardián y es autor de Cecilia (novela), Luna llena en las rocas (crónicas de antronautas y licántropos, Alfaguara, 2005), El materialismo histérico (fábulas cutrefactas de avidez y revancha, Alfaguara, 2004) y la novela de infancia Este que ves (Alfaguara, 2007). En su blog literario La leonina faena (www.xaviervelasco.com) afirma: "Nadie puede decir que una novela es suya si antes no se le ha dado por entero".

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