Xavier Velasco
1. Vedette. Encarnación plebeya de la diosa Afrodita, femme fatale injertada en flor del fango, estandarte noctámbulo, carne de cabaret y genuina alborotadora de masas. Teóricamente era capaz de bailar, cantar, actuar, y en general todo lo relacionado con las artes de motivar a la concurrencia mediante una combinación de técnicas esencialmente pavlovianas. De una vedette solía esperarse que la sola visión de sus formas, a menudo en extremo generosas, ejerciera un estímulo inmediato sobre diversas glándulas, comenzando por las salivales. Me recuerdo en mitad de la adolescencia mirando de reojo esas fotografías de efectos licantrópicos, capaces por sí solas de convertir al niño de mamá en un degenerado del carajo. Al fin de su reinado de lentejuelas, la vedette fue enterrada por la bailarina de mesa.
2. Organillero. Desde que los conozco, escucho que la gente les da dinero para que no se pierda la tradición. Personalmente, creo hacerlo porque me traen de vuelta la textura de las idas al Centro con mi madre y mi abuela, que por ningún motivo me dejarían regresar a la casa sin una dotación de aquellos dulces y juguetitos que sólo se encontraban en esas calles donde nunca faltaba un cilindro. Todavía no sé por qué los cilindreros u organilleros se visten de uniforme -caqui o azul marino-, pero entiendo que lleven esas gorras que alternativamente les protegen del sol y reciben los óbolos del público. Hoy los veo imantados por los semáforos, extendiendo la gorra ante los automovilistas, que traen su propia música y no la cambian por la del organillo, aunque traen más monedas y complejos de culpa que los de a pie. Su último enterrador: el iPod.
3. Perforista. A estas alturas del campeonato, el gran héroe sin rostro de la computación en braille no lograría explicar el valor de su gesta sin provocar las risas de sus oyentes. ¿Dónde tenían la cabeza los infelices habitantes del siglo XX, que soportaban el martirio indecible de agujerar tarjetas de cartón para ingresar los datos más elementales en una computadora del tamaño de una sala de juntas, que además era sólo controlada por curiosos científicos de bata azul? Eran, no obstante, aparatos más simples que un videojuego de bolsillo. Hablar con ellos no resultaba más meritorio que aprender varias suertes en el yo-yo. El capturista, descendiente directo del perforista, terminará dormido bajo la misma lápida; por lo pronto, sus pesadillas están sobrepobladas de scanners y terminales usb.
4. Taquimecanógrafa. Siempre vi a la taquigrafía como una ciencia oculta. Todavía hoy no consigo enternder la estrambótica idea de un lenguaje con signos especiales para cada palabra. Tanto eso como los cursos de lectura rápida producen una cierta repugnancia en quienes preferimos ver que cada palabra tiene todas sus letras y vale darse el tiempo para cachondearlas. Como buen control freak, desconfío de un método de compresión que deja a mis palabras a merced de otras manos. Peor aún si esas manos tienen algún poder sobre mí. Una vez que Bill Gates, Steve Jobs y los otros terminen de echar tierra sobre este noble oficio, ya entenderemos cuán ingratos fuimos.