Xavier Velasco
II. La intrusa bienvenida.
A veces, por el hecho de ser narrador, hay quienes se le acercan a uno a ofrecerle el relato de su vida, para que un día la cuente por escrito. Propuesta inaceptable, casi siempre, pues a quien vive de encajar los colmillos no le apetecen los cuellos ofrecidos. Quisiera uno olisquearlos, cazarlos, seducirlos, devorarlos por mérito propio, igual que a la princesa de sus sueños. Nada devora al centro como su periferia, por más que ésta aparezca y se anuncie conquistada. No se conquista lo que no se comprende, ni se comprende lo que no se desea. Chupa uno sangre, pues, en ciudades y aldeas, con esa indeclinable sed de marras. Es en unas y otras extranjero, y si después ha de irse de la lengua es porque en ella encuentra patria y territorio.
Uno nunca es el mismo cuando habla en otra lengua. Solemos esmerarnos para emplear su gramática, por más que aparentemos dominarla, pero hay algo que no se deja decir. Desde mi perspectiva dos veces periférica, me es fácil entenderlo y expresarlo en inglés, porque lo simplifico y lo reduzco, pero mis apetitos más profundos me incitan a escupirlo en español. No es uno al fin, jamás, quien quisiera que viesen sus congéneres, como la historia que pretende escribir no será la que escriba, ni logrará ser ésta la que otros crean leer. Narrar es dar inicio a un juego burlador cuyas reglas suelen ser tan estrictas como elásticas. Se habla un distinto idioma no solamente para entender y darse a entender; también para calzarse un camuflaje que le permita entrar en otro cosmos conquistable. Seducible. Entrañable. Ser allí dentro -en ese mundo ajeno del que nos apropiamos- central y periférico, según lo exija cada ocasión, y con alguna suerte atendiendo a una historia que implora ser salvada.
No quisiera ser un turista de la realidad, pero tampoco alcanzo estatus de inmigrante. Busco refugio entre la turba indiferente para disimular mi calidad de intruso y el afán invasor de estos colmillos. Ave María Purísima, quién pudiera aplacarlos. No por supuesto uno, que sin su intercesión acabaría relegado a la periferia de sí mismo. Cuando he de recorrer una ciudad extraña, lo hago presa de una voracidad obsesiva. Memorizo avenidas, tiendas, parques, recovecos y meandros cual si en ello me fuese la existencia. Creo, con una fe indistinta del fanatismo, que al fin del horizonte se dibuja una historia que demanda mi auxilio. ¿Cómo va uno a saber si no cualquier detalle irrisorio, perdido entre las calles de esa ciudad ajena hasta anteayer, resultará a la postre indispensable para el operativo de rescate?
Escribo con la alevosía del maleante, mas también con la angustia del perseguido. Espero que los otros sospechen que estoy loco, igual que el pistolero se finge difunto para eludir la mira de los vivos. Elijo ir por la vida con la patrulla atrás y no adelante, sigo creyendo que el narrador se muere cuando los policías que le correteaban terminan escoltándolo. No imagino, por tanto, vergüenza más punzante que la de rescatarme a costillas de la historia y aceptar el oprobio de ya nunca contarla, pues si he sobrevivido al apetito extremo de vivir en la orilla de la orilla es justamente gracias a ese salvoconducto. ¿Qué otra cosa es la vida de un narrador, sino mera coartada para narrar? ¿Qué gracia, al fin, tendría emplearla en otra cosa? ¿Cómo podría salvarme sin disolverme?