Xavier Velasco
Ni hablar, el aparato tiene su sex appeal. Ya lo sabía mi abuela durante su temprana juventud, cuando para poder atender a las ardientes llamadas de ese novio secreto que ya entonces pujaba por hacerse mi abuelo, debía meter pedazos de algodón entre los timbres, de modo que sólo ella pudiese advertir las vibraciones mudas del aparato. No sé con qué frecuencia timbraría el teléfono en aquella casa, pero imagino ya las taquicardias que se desatarían a cada nuevo ring-ring, que sonaría a rrr-rrr una vez aplicado el mute analógico. Sabrá el diablo si al cabo vine al mundo también por las bondades de ese aparato.
Ningún timbre genera la incertidumbre alegre y esperanzadora propia del teléfono. Cierta vez, al atardecer de un domingo largo y hueco, agonizaba yo en la sala de mi casa -inflamado de aquella terquedad masoquista según la cual tal es la hora cero para los suicidas- cuando un súbito ring-ring acudió a rescatarme de la nada. Antes de levantar el auricular -no había identificadores, ni cosa semejante, y hasta los policías en las películas solían pasarlas negras para intentar rastrear una llamada- ya tenía un esbozo de lista mental con mis expectativas más acariciadas. Las guapas, las simpáticas, los secuaces, los cómplices, cualquiera finalmente sería bienvenido. Para mi desazón instantánea, la voz al otro lado pertenecía a un promotor universitario que llamaba para informarme de las actividades culturales de su dependencia. ¡El domingo a las siete, válgame la chingada! ¿Qué iba a hacer? ¿Insultarlo o colgarle? Debe de haberme dado tanta piedad el infeliz que lo escuché hasta el fin de su perorata. Me preguntaba, en tanto, cuan jodido tenía que estar el promotor sin rostro para darse a espantar de tan triste manera a los fantasmas del domingo en la tarde. Y en cuanto a mí, ni hablar; había vuelto al hoyo, sólo que más abajo. Una vez que colgamos, me ganó la risa. Carcajadas inesperadamente contentas. Irónicas. Sardónicas. El ring-ring, al final, me había rescatado.
En alguna medida todo eso se acabó con el arribo del marketing telefónico. Esto es, desde que los primeros mercachifles se asumieron con el derecho a invadir la privacidad ajena mediante la utilización abusiva de voces humanoides resueltas a vender servicios y productos nunca solicitados, mediante peroratas cuyo solo sonsonete invita a remitirlos al carajo que en silla coja los parió. En un principio lo intenté todo, de indignarme a tratar de indignarlos, con lo cual solamente conseguí que siguieran llamándome nada más para hacerme rabiar. Luego, no eran robots. Cuando al cabo entendí que no podría evitar esas llamadas abusivas -de las que sus autores, meros empleados, no eran exactamente responsables- me enseñé a limitar sus estragos a fuerza de minimizar su duración. Apenas reconozco el sonsonete, cuelgo inmediatamente. Por lo común no insisten.
De repente son muchas, demasiadas las llamadas de paja para no arrebatar al otrora esperado ring-ring algo de su poder de seducción. Aunque no todo él, y he ahí el problema. El maldito aparato vuelve a sonar y uno, que tiene cosas mejores por hacer, se rinde a su asquerosa curiosidad y corre hacia el tirano antes de que sea tarde, en lugar de bajarle el volumen y enseñarle quién manda en esta casa. ¿Por qué no he de apagarlo, si es mío y no yo suyo? ¿Por qué no he de colgarle al androide que insiste en asestarme una nueva tarjeta de crédito? ¿Por qué debe la vida paralizarse cada vez que resuena un nuevo ring-ring? ¿Por qué la angustia cuando se descompone y el alivio no bien lo reconectan? Tal vez porque al final el ring-ring es la música más dulce de este mundo. No en balde sus efectos estupefacientes aún lo hacen confundible con uno de esos eclipses de soledad que acabaron llenando a mi abuela de nietos. Finalmente, quién puede asegurar que la vida o la muerte no se ocultan detrás del próximo ring-ring.