Xavier Velasco
II / Deleitosos martirios.
Afirma Georges Bataille que el erotismo nace a partir de los interdictos. Por cada prohibición que anida en la cabeza del introvertido, debe de haber al menos un deleite que aguarda a ser debidamente ventilado. Si los desinhibidos se juran felizmente libres de atavismos, quienes crecimos tímidos atesoramos esos miedos idiotas como quien almacena cohetes chinos. Ya llegará la hora de quemarlos, se promete uno a solas en la penumbra, y entonces va a alumbrarse el cielo entero. Entre tanto, se vive en apariencia sometido por esas mismas bardas invisibles que algún día, con suerte, harán las veces de trampolines.
Emboscarse detrás de temores que no terminan de explicarse, y de hecho con trabajos se manifiestan, es crearse un espacio clandestino donde todo se vale, por principio. Si otros cantan y bailan para mostrar que nada les amedrenta, el tímido se esmera en subir uno a uno los escalones de un escenario tan distante como sus sueños inconfesos. Tanto esconder los propios sentimientos le ha permitido dar albergue a ideas todavía más bochornosas, que para colmo se irán haciendo comunes conforme se las piense con mayor insistencia. Imposible contar la cantidad de virgos que se apilan al fondo de un alma intimidada por subjetividades circunstanciales u oscuras cicatrices traumáticas; bástenos con saber que están ahí para reventarlos y ello traerá placeres inenarrables.
Es cierto que escribir es trabajo de tímidos –lisiados sociales, que diría Tom Jobim- como también el hecho de que a cada renglón se debilita un pelo la timidez. De pronto las palabras escritas, tachonadas, corregidas, aumentadas, cumplen una función similar a las pequeñas ruedas atornilladas a una bicicleta infantil. Si otros se atoran cuando hablan en público, y al hacerlo no pueden evitar sufrir una hecatombe emocional, quien escribe hace uso de premeditación, alevosía y ventaja para eludir con relativo éxito los peligros de la improvisación. Nadie nos asegura que una idea meditada y recompuesta está del todo libre de parecer estúpida, o serlo. Dos extremos opuestos aunque confundibles, según se teme el tímido, cuyas ideas más osadas ni él mismo está seguro de que sirvan para algo. ¿Que de raro tendría que la osadía fuese la kryptonita verde de la timidez?
Si hubiera que clasificar a los mortales tímidos, valdría dividirlos en dos grupos: defensivos y ofensivos. Bajo un esquema razonablemente optimista, se trataría de dos fases diferentes. La primera, infantil de raíz, consiste en aprender a sobrevivir a las extroversiones ajenas, como esos niños educados a golpes de cara caliente; la segunda es, diríase, puro y duro erotismo redentor, pues consiste ya no en agazaparse tras las bardas, como en ir enseñándose a brincárselas. Todo tímido es, en el fondo torcido de sus aprehensiones, un exhibicionista potencial. La clase de individuo que aprende a disfrutar de lo que antes solía martirizarlo.
La condición de tímido es también una suerte de escasez, y como tal invita a la voracidad. Seguir ese camino es inventarse un curso de autoayuda pleno de recompensas automáticas. Pensemos en aquellos yonquis de la terapia grupal que al ver llegar su turno se desgarran como una plañidera en psilocibina. Momentos estelares de ese calibre son oportunidades ya no para ayudarse, sino para enviciarse. ¿No era aquella muchacha retraída y huidiza la que baila en pelota sobre la mesa? Cuidado con los tímidos, que no callan por nada. En el primer descuido podrían tomarlo todo.