Xavier Velasco
No es difícil, para un espectador convulso, alimentar cierta debilidad narcisista por los héroes románticos. Piensa uno que en el fondo se les asemeja, apostaría de pronto a que en su sitio haría lo mismo que ellos, pero no porque quiera o lo decida sino por esa senda vertiginosa que le sugiere imperativamente desafiar toda obvia conveniencia, presa del fatalismo redentor que apenas un canalla o un imbécil se atrevería a eludir. Eso es lo que uno cree, con firmeza fanática y ánimo combativo. Por eso cuando asiste a la historia lo hace con más enjundia que curiosidad, resuelto a sucumbir junto a sus héroes antes que conceder lugar al conformismo vergonzoso de procurar refugio en las certezas vanas, que por lo general son casi todas.
A los ojos de un héroe romántico nunca parece demasiado tarde, aunque casi. Por eso tiene prisa, pero también paciencia sin medida. Irá hasta donde tenga que ir por la oportunidad de tirar los dados y jugárselo todo en un solo tiro. "Todo o nada", declara, desde ya despreciando a la medianía puesto que nada en ella le impresiona. Y uno acá en la butaca no hace sino asentir con devoción equivalente y nunca menos sed de pasión. Se desea la luna, o en su defecto se acepta la ruina. No con otra intención hemos desembarcado en un destino incierto y acto seguido incendiado las naves.
No escribo de memoria, ni busco teorizar, aunque aprovecho la oportunidad para echarle una trompetilla a Jean-Luc Godard, cuyo canonizado A bout de souffle me sigue pareciendo abominable desde que vi por primera vez Breathless. Dispárenme, si quieren, pero hasta ahora sigo sin querer nada con aquel Belmondo que agoniza insultando a su postrera amante traicionera. Vi tres veces aquella historia pretenciosa y très cool, al principio buscándole los famosos encantos y ya después sólo por ubicar el origen remoto de mi favorita, donde el protagonista es un ladrón de coches que irrumpe con la ayuda de una ganzúa en el departamento de la heroína, transportando una flor entre los dientes, listo para apostar su resto a ojos cerrados.
Conozco la aversión que a numerosos contemporáneos les inspira la penúltima década del siglo pasado, y a lo mejor por eso se las restriego aquí. Me hace ilusión que algunos me condenen, y si es posible que se escandalicen. Linda palabra: escándalo. Supongo al fin que preferir, por leguas de ventaja irremontable, a un producto ochentero californiano sobre un ícono sacro de la Nouvelle Vague, me ganará un lugar seguro en el infierno, que como bien sabemos está repleto de héroes románticos.
Jesse Lujack, se llama el héroe de la segunda versión de Sin aliento, aunque la policía también lo conoce como Jack Burns. Si el afán fuese disecar la película, podría pasarme párrafos incontables recorriéndola de escena en escena, luego de haberla visto algo así como veinte veces, cuando menos, con los pies hasta el fondo de las botas de Lujack y los ojos en la estudiante de arquitectura que lo sigue en mitad de una fuga romántica al extremo de lo tóxico. De Philip Glass a Chrissie Hynde, y asimismo de Elvis a Jerry Lee Lewis, el héroe de la historia (un Richard Gere sin canas que para bien de todos aún no ha conocido a Julia Roberts) jamás se cansa de doblar la apuesta. Ahora mismo, de noche, con la lluvia selvática estallando allá afuera y el Amazonas rugiendo a unas cuantas decenas de metros, alzo un vaso repleto de cachaça emocional por aquellos que un día se hayan visto en el espejo de Jesse Lujack, seguramente el único héroe romántico capaz de arrodillarse ante el Silver Surfer y hacerle ciertos ascos al mismo William Faulkner, por el pecado de elegir a la pena sobre la nada.
"It’s all-or-nothing with me!", sentencia Lujack y alguien adentro de uno aplaude a rabiar. Vamos, Jesse, se dice sin decirse porque de tiempo atrás lo sabe y lo respalda, no te quiebres ahora, que los dados ya ruedan sobre el tapete; que la vida se apuesta de todas maneras y las naves quedaron hechas ceniza; que los héroes románticos desdeñan el peligro y no existe confort que los detenga. "Va mi resto, señoras y señores", le dice uno al espejo retrovisor y acelera dispuesto a morar en el cielo o morir en la raya.
Antes la nada entera que un todo en pedacitos.