Xavier Velasco
Al anunciar el lanzamiento de la serie Futurama, Matt Groening decidió apostar fuerte. “Cuando menos dará para un parque temático”, declaró a la revista Wired el legítimo padre de Homero Simpson, seguramente presa de la misma lógica que años antes le llevó a creer que sería Bart, antes que Homero, quien alcanzara fama planetaria. Pero el futuro casi nunca es como lo pintan, amén de que no siempre se antoja ir hacia allá. ¿Qué tendría que haber en un parque temático dedicado a Futurama que no decepcionase a sus visitantes? Y he ahí el problema con los parques temáticos, que en esencia son todos iguales, amén de requerir cantidades industriales de niños para operar como una verdadera fábrica de dinero.
“Niños, propios o disecados”, reza el viejo refrán, que según la opinión de varios terminantes incluye especialmente a los adultos prestos a aniñarse a la menor provocación. Es tarde, sin embargo, para disecarme. Nada más poner pie en el Parque Astérix, treinta kilómetros al norte de París, me toma por asalto una comezón que temo comparable a la de aquellos galos irreductibles que resisten ahora y siempre al invasor, al punto de creer que lo que Julio César hizo durante los primeros años de la era cristiana es nada comparado con lo que Mickey Mouse ha hecho durante el último medio siglo. No muy lejos de aquí, Eurodisney ataca por cielo, mar y tierra, y ello es otra razón para pelear.
Quienes hasta hoy somos adeptos entusiastas a las andanzas de los galos irreductibles, encontramos en ellos un humorismo fino del que Disney, Inc. parece entender poco, aun si más de una vez sus guionistas han llegado a copiarlo desfachatadamente. Nada parece ser lo suficientemente grave en Astérix para desbaratar la sonrisa de sus lectores, empezando por las peleas bíblicas que entablan sus protagonistas contra los invasores romanos, en las cuales jamás ha habido un solo muerto, y menos una gota de sangre. Proliferan, en cambio, los hematomas, y ello da a los guerreros un especial placer en partirle la crisma al enemigo, al cual derrotarán inopinadamente, con o sin la poción mágica del druida Panoramix. Y ahí está la cuestión, basta que un seguidor del trabajo de Uderzo y Goscinny toque el tema de Astérix o Lucky Luke para que en su cabeza crezca un parque temático y no pare de hablar sobre el apasionante asunto.
Dormir en el Hotel de los tres buhos, justo al lado del parque temático, es hacerse un poquito a la idea de que se ha penetrado en la historieta. Camina uno entre niños armados con cascos, espadas y escudos que corretean por cada rincón, y más que verdaderos deseos de disecarlos se sienten ganas de alcanzar de regreso su tamaño y lanzarse a pelear por Tutatis y Belenos. En especial si viene uno del parque y trae cargando un par de kilos de mercancía cuya compra no supo ni quiso resistir. ¿Cómo va uno a dejar en el estante el juego de ajedrez donde ya no pelean blancas contra negras, sino galos irreductibles versus romanos arrogantes? ¿Quién, que se haya metido en la historieta, querría salir de ahí sin una camiseta de Obélix?
Por más montañas rusas que ostente, un parque dedicado a Astérix siempre se quedará corto frente a las aventuras que lo inspiran, pero de pronto a uno le basta con los guiños, que aquí son pródigos y cariñosos. Territorio fanático, se entiende, pero es lo que se espera a partir de la recreación de un mundillo ilustrado con atención estricta a los detalles (¿cómo, de otra manera, podrían hacer frente a Mickey Mouse?) Es verdad que una visita entera al parque de Astérix no logra superar a un solo capítulo de la serie, básicamente porque el trabajo de Uderzo y Goscinny peca de insuperable, pero uno se contenta con estar ahí, envidiando su infancia, pujando inútilmente por recobrarla, quemándose los euros en chucherías tan inútiles como tentadoras y yendo como un niño por la aldea que tantas veces visitó en el papel.
Es posible que todos los parques temáticos sean la misma cosa, y que baste poner a Homero en el sitio de Mickey para que Disneyland se torne Simpsonworld, pues finalmente es uno quien pone de su parte para hacer que el engaño gane cuerpo y espíritu. Perpetro, en todo caso, estas palabras por el puro placer de resistir ahora y siempre al invasor, y con el solo miedo de que el cielo me caiga encima. Tómenlo como un guiño, galos honorarios.