Xavier Velasco
I. La peliaguda duda.
¿Por qué a mí?, te has preguntado tantas veces, desde los años en que la respuesta se anunciaba por fuerza mística, pues sólo acaso los adultos habrían conseguido responderla, aunque no hubiese forma de confiarles la duda que, según tus temores, te incriminaba. ¿Cómo evitarlo, pues, si cada nueva calamidad te caía del cielo y ahí estabas, otra vez en problemas? Era como si una firme maldición te atara a esa cadena de eventos estrambóticos que al final señalaba tu destino con el dedo flamígero del azar indeseado. Inclusive llegaste a pensar que cada una de las calamidades sobre la Tierra tenían que sucederte precisamente a ti, que tanto les temías pero igual no podías detenerlas. Si en la escuela inventaban una nueva sanción, era seguro que llegado el momento te la aplicarían. No fallaba. O sería que tú eras el que fallabas, a decir de prefectos y profesores, quizá confabulados con el destino para darte lecciones nunca solicitadas y sin embargo, ay, indispensables.
Con los años llegaste a una conclusión: si esas calamidades te perseguían por necesidad, ello era síntoma de una predestinación a la cual no debías volver la espalda. De hecho, durante los tortuosos años niños, habías aprendido de la fatalidad una larga cadena de mañas y recursos espontáneos que otros, menos versados en capotear adversidades variopintas, no imaginaban siquiera posibles. ¿Por qué a mí? ¿Por qué iba a ser, al fin, si habías elegido el juego de vivir contando historias, y a quien nada le ocurre nada podrá narrar? ¿Y si aquellas jodiendas infumables fueran en realidad una bendición que tú mismo imantabas, con esa hambre de caos que jamás controlaste, probablemente porque nunca quisiste? Sería por eso que más tarde los problemas dejaron de llegar, y empezaste a buscarlos por tu cuenta. ¿Y por qué no a mí?, fue la nueva pregunta, siempre que algún peligro asomaba las napias y ya te parecía apetecible como el rastro olfativo de una ninfa sin frenos.
Empujar al azar hasta su orilla, de modo que los momios quedaran en tu contra y hubiera que remar en el sentido opuesto a la corriente: una vez que se cae en tal prurito, no es difícil hallar placer en él. Apostar contra uno, cerrarse las salidas, y enseguida lanzarse a buscar el milagro. Encontrar la manera de no caer al abismo a fuerza de moverse en sus orillas. Dejar que los problemas se agiganten, esperar a que todos te den por perdido y justo entonces regresar desesperadamente a consumar una proeza gloriosamente innecesaria. ¿Qué necesidad tienes?, preguntaban tus pocas amistades sensatas y no había manera de explicarles. Había que hacerlo, punto. Había que pasar por la gasolinera con la aguja apuntando a la reserva y darse el gusto de no cargar gasolina. Ver en la carretera la señal de peligro y acelerar, para ver si de veras es tan peligroso. Lanzar por gusto la moneda al aire cuando podías elegir el camino seguro, pero algo en él te hacía desconfiar. Asquearse ante el consejo del juicioso y correr buscar el atajo maldito, pues alguien muy adentro sospecha que es la única salida digna. Saber, de cualquier forma, que todavía en la última orilla queda la opción de dar el salto hacia la nada y regresar de ahí con el pellejo a salvo. Nada que no haga uno cuando cuenta una historia que parece falsa y hay que hacerla verdad, a cualquier precio…