
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Luis Mora
En la correspondencia de Flaubert, encuentro esta reflexión, profunda y exacta: “Para escribir habría que saber de todo (…) Los libros de los que han nacido literaturas enteras, como Homero o Rabelais, son enciclopedias de su tiempo. Esa buena gente lo sabía todo; nosotros no sabemos nada. En la poética de Ronsard hay un curioso precepto: recomienda a los poetas que se instruyan en las artes y oficios de herreros, orfebres, cerrajeros, etc., para extraer metáforas”. Esta segunda parte, menos interesante, tiene el encanto de traernos al recuerdo la anécdota transcrita por Borges según la cual Colerigde habría asistido a clases de química (de Davy, según he sabido luego), para acrecentar su caudal metafórico. Desde otro punto de vista, también Cansinos Asséns en El divino fracaso y el poeta norteamericano Gary Snyder recomendaban (no sólo para encontrar imágenes, sino para aprender respeto al oficio) el trato con carpinteros. Sin embargo, es la primera parte de la carta la medular. Borges habló alguna vez de los problemas de documentación. ¿Acaso el escritor no debe ser documentación? Flaubert deja caer que si el escritor, sobre todo novelista, no empeña en sus novelas su conocimiento, no estruja su memoria, no consigue documentarse universalmente de modo que aparezcan en su obra no sólo la verdad del personaje y unos pensamientos adecuados a su época, sino también ésta por completo y su entorno vital, social, técnico y cultural, no conseguirá nunca de modo pleno la eficacia de los caracteres ni del argumento, al quedar éstos desarraigados de su contexto, sin perspectiva intrahistórica sobre su propio tiempo, que diría Unamuno. Tendríamos unos hechos pero no su explicación; tendríamos los fenómenos desconociendo la causa, que es su antecedente necesario y suficiente, como dejó explicado sabiamente John Stuart Mill. Las novelas se quedan batiendo en el aire, incompletas. Son dogmas de fe que hay que creer para seguir leyendo. Frente a este modelo tenemos el modelo de escritor cultivado, atesorador de conocimientos. Pensemos en Pierre Michon, Iris Murdoch, Vollmann, Borges, Pynchon o Juan Goytisolo, que aprehenden culturas enteras y otras lenguas para entenderlas. Martin Amis, en Visitando a Mrs. Nabokov, escribe sobre John Updike: “Su cerebro, horriblemente enciclopédico, es sorprendente: sabe (…), de música (…), de coches (…), de árboles (…) de informática (…) de pintura (…), de embarcaciones de recreo (…), de fotosíntesis (…) teología, física nuclear, linotipia, oro a futuros, aerodinámica, cocina, cosmogonía y no sé cuántas cosas más”. Nótese, por su importancia, la omisión: Amis ni siquiera cree necesario aludir a los conocimientos de Updike sobre literatura. El escritor actual debería ser una especie de Internet andante que resuma, para bien y para mal, con todas sus contradicciones, el espíritu de su tiempo, como lo fue el último Flaubert, que murió en el intento de realizar tal empeño –si bien negativa, irónicamente– en su Bouvard y Pécuchet. El escritor debe convertirse en una red inteligente de proceso de datos, que absorba su evolución y contenido, pero a la vez reflexione con profundidad sobre su significado.