
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Luis Mora
El surrealismo hubiera encontrado hoy un medio mucho más eficaz de escritura automática: dejar caer el teclado de un ordenador al suelo, o frotarlo contra todo tipo de superficies romas, agrietadas o desparejas. Abandonar el teclado frente a un bebé. Lanzarle pelotas de tenis. Arrastrarlo por un suelo lleno de gomas de borrar. Prestarlo a un gato. Dejarlo en la ventana para que lo pisen pájaros despistados. Colocarlo como diana en una escuela de tiro. Meterlo, como tercer cuerpo, en la cama donde hacemos el amor. / Es muy interesante el procedimiento con el que Manuel Rivas escribió, en su primer libro de cuentos, ¿Qué me quieres, amor? (1999), su relato “Dibujos animados”. Los nombres de los personajes son chocarreros y enfáticos: Fat Fatty, Mille Tausend, Green Grun, Danero Money etc.; nombre y apellido significan lo mismo en diversas lenguas. La historia es absolutamente increíble: la creadora de una serie de animación recibe la visita, en una noche tormentosa, de otro dibujante cuyo éxito va a dejarle sin trabajo. El competidor viene con intención de matarla, pero basta una frase de ella para tranquilizarlo. Hacen inmediatamente el amor, sin transición emocional. Ella después le prepara la cena, pero busca en la despensa cianuro para asesinarlo. La trama no puede ser más burda. Los personajes no pueden ser más estereotipados y simples. Sería difícil encontrar un lenguaje narrativo más llano, simple y directo. Todo es exagerado, infantil. Y sin embargo el cuento es literariamente exquisito. El motivo: el relato parece el resultado de que Manuel Rivas se formule la siguiente pregunta: ¿qué sucedería al escribir un cuento como un dibujo animado? Y este relato es la respuesta. Una aplicación puntual y no explicitada de los dibujos animados como género literario. / En 1925, cuando Virginia Woolf publica Miss Dalloway, para retratar a un personaje que está enloqueciendo bastaba escribir: “puede ser, pensó Septimus, contemplando Inglaterra desde la ventanilla del tren (…) puede ser que el mundo carezca de significado en sí mismo”. Eran otros tiempos. Pasados la II Guerra Mundial, el Holocausto, el horror nuclear y la actual falta de horizontes, para retratar a un loco basta lo contrario: sería suficiente presentar un personaje sin ninguna duda sobre el sentido de la existencia. / Sokal y Brincmont denostaron en sus Imposturas intelectuales a Lacan por hacer un uso impropio de la raíz cuadrada de -1. Para Musil, el -1 era un número intolerable, pues suponía reconocer que podía existir un significante sin significado, un puente sin pilares (Las tribulaciones del estudiante Törless, 1906). Para el Zamiatin de Nosotros (1920) es el símbolo de todo lo inverificable, esto es, la representación misma de la fantasía. En su angustioso mundo regido por las matemáticas, el protagonista, D-503, sufre pesadillas con -1, que acaba identificando con la libertad. Leí que ningún cuadrado de número real puede dar como resultado -1, salvo con números imaginarios. Algo me dice que esa operación imposible sustenta la auténtica creación. Quizá la poesía sea eso cuyo cuadrado es menos uno.