
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Luis Mora
Me gustan las metáforas urbanas porque no todo el mundo desentraña con facilidad un mapa, pero cualquiera entiende un paseo. / El otro día salí caminando del centro de Bilbao. Llamémosle Centro, mejor. Observé algunos edificios vetustos, bien reconocibles, tradicionales. Advertí la encarnación pétrea y estanca de la Historia en los muros. Escuché el ritmo pausado de las tabernas de toda la vida. Constaté la lentitud del tráfico por algunas calles. El Centro es un entorno por el que los bilbaínos se mueven sin pensar, como han hecho siempre, de forma automática, sin cuestionar. Conforme caminaba, una nueva ciudad -avanzada por el perfil lejano e inmenso de la torre Iberdrola-, comenzaba a anunciarse. Calles y avenidas se ensanchaban, se avistaban franjas de horizonte, el tráfico cobraba viveza: ya no veía tiendas en mi paseo, sino edificios; ya no veía edificios, sino montañas y cielo. / Y entonces llegué a la orilla de la Ría del Nervión, junto al Guggenheim, y comprendí. A la literatura le ha sucedido lo mismo que a Bilbao en los últimos 30 años. Han sufrido los mismos cambios o, con más propiedad, la geografía de Bilbao representa a la perfección esas variaciones. Desde el puente Zubizuri veía la autovía elevada por el Puente de la Salve (Salbeko Zubia), desde la cual casi puede tocarse con la mano la parte oriental del Museo de Frank Ghery, y contemplaba también el propio Guggenheim. Al acercarme después andando no podía ver los coches lanzados a toda velocidad varias decenas de metros sobre mi cabeza, pero sí oírlos, y frente al Museo, pensé que este exterior de Bilbao, en el que velocidad y estética y polémica e incertidumbre están soldadas, es la imagen de la literatura en Internet, discutida y veloz, presente y llamativa pero cuestionada; y entendí la tensión entre el Centro sólido, tradicional, reconocible, el núcleo del canon fijo, resistente, con escasa movilidad, y la inquietante e inapelable movilidad de las Afueras, donde sucede lo nuevo; y vislumbré el peligro de no conversen o no puedan comprenderse unos a otros, el Centro y las Afueras de lo literario; y recordé, como el Octavio Paz de El mono gramático y la canción de Santiago Auserón, la forma del camino hecho "y el sonido de mis propios pasos / en la gravilla"; y luego retrocedí hasta Mazarredo Zumarkalea y me quedé allí, bajo la lluvia, vertical en medio de la calle, entre el Centro y las Afueras, con un pie a cada lado, y me dije que había algo de verdad en el centroafuerismo, y recordé que para Wittgenstein, "en una proposición hay tanto como hay detrás de ella", y supe que Bilbao tiene razón: que en esa gran carretera elevada sobre el puente que une dos orillas, ese vial que te mete en el Centro ralentizando el vehículo o que te saca de él acelerando hacia las Afueras; en esos carriles que rozan el lateral del Guggenheim se esconde el símbolo, la mejor imagen, de cuanto está sucediendo.