
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Luis Mora
Un hombre es detenido en la frontera suiza con un pasaporte estadounidense falso. Al ser detenido, se le acusa de ser Anatol Stiller, un escultor desaparecido seis años atrás, y supuestamente involucrado en un caso de espionaje. Ese es el punto de partida de Stiller (1954), fastuosa novela de Max Frisch, traducida en España como No soy Stiller en 1990. La historia está contada por su protagonista, que escribe desde su celda varios cuadernos, en los que consiste la narración. El procedimiento no es nuevo pero quizá sí lo es el tour de force con el que Frisch acomete la identidad de su personaje, que en todo momento sostiene que él no es Stiller, a pesar de que Julika, la mujer de Stiller, lo reconoce como tal, así como sus amigos y próximos. / "Bastaría con decir una serie de mentiras, una sola palabra, lo que llaman confesión, y estoy ‘libre’, lo que en mi caso significa condenado a representar un papel que no tiene nada que ver conmigo. Y, por otro lado, ¿cómo puede uno demostrar quién es en realidad? Yo no soy capaz de hacerlo. Yo mismo no sé quién soy. He aquí la espantosa experiencia de mi cárcel preventiva: no tengo lenguaje para expresar mi realidad"[1]. Eso escribe Stiller. Pero "quejarse de que uno nunca consigue salir del lenguaje sería como protestar porque uno no puede nunca salir de su propio cuerpo", escribe recientemente Terry Eagleton[2]. La obra de Frisch es capital porque revela el poder de la ficción -y, al mismo y fatal tiempo, sus límites- para expresar la realidad y la identidad, aunque sean las propias. / Uno de los momentos memorables acontece cuando el narrador infiere que aceptar ser Stiller podría ser una forma de aceptar su derrota existencial: "Sólo porque sé que no lo he sido nunca, lo puedo aceptar, o sea, lo acepto como el fracaso de mi vida. En realidad, uno tendría que ser capaz de ir sorteando esta confusión sin rebelarse, es decir, interpretando un papel sin confundirse con él, pero para ello tendría que tener yo un punto de apoyo…" (p. 281). A pesar de que todos tenemos un papel que representar, pues eso es lo que el yo es (así lo han visto Warren Susman y Erving Goffman, entre otros), Stiller acepta la posibilidad de tomar un papel terrible para compensar los terribles daños realizados. Es decir, y de un modo diferente pero similar al de sus novelas Digamos que me llamo Gantembein y Barba azul, alguien acepta pasar por alguien que es y no es, y además, en el caso de Barba azul, Schab acaba aceptando la culpabilidad en un crimen del que no es responsable y cuyo autor ya está detenido. Pero se siente liberado al hacerlo, como Stiller jugando a aceptar que es Stiller. "Quizá", apunta, "no soy nadie".
[1] Max Frisch, No soy Stiller (1954); Seix Barral, Barcelona, 1990, p. 96.
[2] Terry Eagleton, El acontecimiento de la literatura; Península, Barcelona, 2013, p. 176.