
Eder. Óleo de Irene Gracia
Vicente Luis Mora
Hace algunos años, antes de saber nada acerca de teoría de videojuegos, me pidieron un texto para incitar a los adolescentes a la lectura. Entregué un texto titulado "La lectura como videojuego". Años después, con algo de teoría de videojuegos en la cabeza, entiendo que la idea, aun bienintencionada, no era demasiado venturosa. La intención era, como es lógico, enfatizar los valores lúdicos de la lectura y su condición de entretenimiento serio, que puede enganchar de la misma forma que cualquier videojuego; por desgracia, en mi ejercicio no consideré algunas especificidades evidentes de los juegos electrónicos. Por ejemplo, la lectura no es interactiva. Por más que se esfuerce la Teoría de la Recepción, la lectura del 99’9% de las novelas existentes hasta la fecha es un ejercicio lineal que se efectúa recorriendo todas las palabras en orden consecutivo, desde la primera de la página de apertura hasta la última palabra del fin (Rayuelas, oulipiadas y otras escasísimas excepciones aparte). El lector puede ayudar a construir el sentido, por supuesto, pero no la lectura, pues ésta tiene sólo un camino. El lector no "navega" la novela ni puede decidir moverse a su albedrío dentro del mundo normativo, quiero decir narrativo, y, por supuesto, tampoco puede cambiar el final (por lo común único). Ni siquiera hace falta referirse a la jugabilidad, otro elemento esencial a la experiencia de los videojuegos, para darse cuenta de que la metáfora no es extrapolable a la lectura.
Sin embargo, la crítica literaria sí puede funcionar, en cierto sentido, como un videojuego. En primer lugar, requiere de una inmersión en el mundo narrativo de la novela; una forma más profunda de sumergirse que la lectura y de diferente carácter. Leída por un (buen) crítico, la novela se descompone en grupos estructurales, en episodios o períodos narrativos, por los cuales el crítico-jugador puede moverse arbitraria y libérrimamente, pasando de unos a otros como si fuesen pantallas de un videojuego. En su ensayo "Error 1337", Stuart Moulthrop dice que la esencia del videojuego es la errancia; a su juicio, el jugador no sólo es un atorrante y un vagamundo, sino que es más que posible que la mayoría de sus movimientos o lecturas sean errados, fallidos, y no conduzcan a resultado alguno. Algo que no puede decirse de la lectura, donde todos los movimientos están pautados, por más que se mueva la imaginación mientras se lee, que es otra cosa. Y si hay algo profundamente literario es la errancia, la "amorosa erranza" a la que se refería -metapoéticamente- el Dante de La vita nuova; "errare y vagare son palabras clave de la correspondencia de Petrarca", recuerda Marc Fumaroli en La república de las letras, y Juan García Ponce escribió que "la errancia indefinida y perenne, mientras ella se conserva sumergida en su propio ser, parece ser el destino inevitable de la literatura" (Desconsideraciones, 1981). La crítica es una errancia dentro de otra errancia, el planeta que gira dentro de una galaxia que se desplaza, Jonás en la ballena, la taenia o solitaria que recorre el interior del caminante. La crítica consiste, en cierto modo, en tratar a cualquier texto como si fuera un hipertexto, al establecer marcas o pautas de lectura distintas de las imaginadas por el escritor, al dividir el texto en lexias inesperadas, al crear nuevas puertas de entrada y salida y conexiones remotas entre partes de la obra o palabras concretas de la misma. Cuando algún crítico explora la importancia de una idea o de un concepto en un libro de cualquier autor (la muerte en Lorca, el espejo en Borges, el vino en Baudelaire, el agua en Machado, la traición en Shakespeare, la culpa en Dostoievski, etcétera), cada mención a esas palabras o las alusiones a esos conceptos se convierten en hipervínculos dentro de la obra, que van redirigiendo el recorrido de lectura hacia los otros nodos, y que crean una dirección lectora configurada por una o varias secuencias alternativas a la establecida por el creador. La crítica es un recorrido libre a partir del libre recorrido creado por el autor en su escritura.
En segundo lugar, la crítica convierte al mundo narrativo estanco y cerrado en un mundo virtual por el que el moverse, y por ello aparece el elemento consustancial (Domingo Sánchez-Mesa) al videojuego: la jugabilidad. El crítico, armado con su panoplia de recursos analíticos, se apresta a sortear las trampas y situaciones difíciles planteadas por el diseñador del juego; intenta descubrir la información faltante ocultada por aquél, necesaria para superar las etapas y continuar el viaje; y, sobre todo, se propone jugar libremente en el mundo narrativo propuesto, sintiéndose libre de alterar sentidos y significados explícitos, mientras persigue el significado real y oculto de la obra -en el caso de que éste exista, claro está-, y es capaz de variar el fin o de establecer numerosos finales alternativos a la novela. Esto sucede cuando J. M. Coetzee lee Robinson Crusoe (1719) y arguye que es una novela sobre la libertad de elección y los límites de la verosimilitud narrativa, o cuando reelabora la obra robinsoniana en Foe, jugando con ella y retorciéndola hasta darle una lectura postcolonial (el escritor es una especie de crítico privilegiado cuando examina una obra ajena, según Piglia); o cuando Rousseau consideraba al clásico de Defoe un texto edificante, la única novela válida para educar a Emile en Julie ou La Novelle Héloïse; o cuando Jonathan Franzen juega al videojuego formulado por Defoe y valora su dimensión salvadora para la literatura y la capacidad de sobrevivir para contar un relato (algo similar plantea Claudio Magris cuando dice que "La robinsonada total, según Adorno, la escribió Kafka, en cuyos textos el hombre no es más que un náufrago sólo en una realidad inexplicable. No hay final para el naufragio, pero tampoco inicio. Así como Selkirk, el marinero náufrago en cuyas aventuras se inspiró Defoe, había encontrado en la isla a otro que había llegado antes que él, Will el Mosquito, casi todo Robinson encuentra en la isla a un predecesor o las huellas de su estancia"; Alfabetos. Ensayos de literatura). O cuando Michel Tournier elige el avatar de Viernes frente al de Robinson para contar la historia, y escribe Viernes o los limbos del Pacífico desde la perspectiva del salvaje. O cuando James Joyce vio en la novela de Defoe la Odisea inglesa. O cuando otros críticos juegan con el cuento de supervivencia hasta convertirlo en el relato prototípico del joven imperialismo mercantil británico, representado en un burgués adinerado que logra sobrevivir en una isla gracias a los objetos -las mercancías- que ha recuperado del naufragio. O cuando Cortázar -o su editor- decidieron, según explicase Enrique de Hériz, que podían saltarse pantallas del libro para abreviar su longitud o su vertiente salvífica. O cuando Paul Hunter abandona la consideración de realista atribuida a Defoe a principios del XX y lo convierte, mediante su modo metafórico de jugar a Robinson Crusoe, en un alegorista de la naturaleza cargado de puritanismo (Coetzee participa de ese rechazo del supuesto realismo defoano, by the way).
Todos los críticos o autores mencionados han jugado con la obra de Daniel Defoe, alterando la lectura tradicional, convirtiéndola en otra cosa, encarnando personajes diversos; el final de su peripecia por los mundos narrativos de Robinson Crusoe ha elegido deliberadamente un fin distinto, diferente en cada caso y, a su vez, diferente del marcado por Defoe. Las mejores novelas, como los mejores videojuegos, son las más jugables, aquellas que no se acaban nunca, las que resisten que los aventureros vuelvan una y otra vez a su pantalla de inicio, elijan el avatar de cualquiera de los personajes y vuelvan a vivirla, contarla o entenderla de cualquier forma, una y otra vez, una y otra vez, como adolescentes enganchados a su juego favorito.