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Teatro Colón

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Orfeo y Eurídice en el Colón: El triunfo de lo mudo, lo invisible y lo libre

Lo mejor de la nueva puesta en escena de genial ópera de Gluck Orfeo y Eurídice en el Teatro Colón de Buenos Aires es lo que no se ve. Lo segundo mejor es lo que no se escucha.

Primero triunfó lo invisible: desde el foso orquestal, donde se apiñaban tanto la orquesta estable como su coro, pude escuchar el mejor sonido barroco, preciso, seco y vibrante, que recuerde en el Colón este siglo. Los violines sonaban en ocasiones algo ácidos y picosos, pero el ritmo punzante de las cuerdas, la finura de las maderas y la belleza aterciopelada de las voces del coro fueron una agradable sorpresa que subía desde el abismo. Gran parte del mérito es del joven maestro español Manuel Coves, un director habitual de ballet, de quien se notó una mano especial para los números de danza.

Después, brilló el arte mudo: el director de escena Carlos Trunsky es antes que nada un bailarín (durante 25 años miembro del cuerpo de baile del Colón) y galardonado coreógrafo. Su propuesta de Orfeo es un ballet con voces. Once bailarines atléticos total o parcialmente desnudos y una sola musa danzante, (la impactante Teresa Marcaida en el papel de Perséfone) fueron los encargados de contar con movimientos delicados o bruscos la historia dramática que los cuerpos de los cantantes, atrapados en su inmovilidad, le escatimaban al público. Los constantes números danzantes, los coros pungentes y las arias lamentosas eran pasto para las energéticas danzas colectivas creadas por el coreógrafo.

En los mejores momentos, los hombres en cueros parecían un banco de peces tropicales en excitado frenesí. En las manos de Trunsky, los tres únicos personajes, el contratenor Orfeo (Daniel Taylor), la soprano lírica Eurídice (Marisú Pavón) y la soprano ligera Amore (Ellen McAteer) permanecían tan estáticos como en una de las puestas en escena de Robert Wilson. Orfeo, especialmente, era como un testigo doliente de su propia tragedia.

Al contemplar a Taylor, vestido de burócrata de los ochenta y adornado con una perenne cara de limón agrio, era difícil imaginar que estuviera tan enamorado de su Eurídice como para seguirla hasta el Averno, y mucho menos adivinar qué había visto ella en este muermo. Su voz tiene una alta calidad y precisión, pero hasta bien entrado el segundo acto, con la famosa aria Che farò senza Euridice, no causó impresión alguna con su emisión limitada y pequeño volumen, poco apto para una sala inmensa como el Colón. En la más bella melodía de la obra aportó algo, sólo algo, de fuerza y emoción.

A su lado, Marisú Pavón puso algo más de carne en el asador, con una voz carnosa y dulce que llenó el teatro, pero la dirección de escena le jugó en contra: cada vez que cantaba, los once efebos semidesnudos la rodeaban como tratando de quitarla de la vista de su amado. Ellen McAteer, como Amore (un Cupido femenino que une a los amantes) prestó su pícara soltura y su punzante tono ligero para que el amor venza.

Pero al final el amor no venció, y esta fue la decisión más atrevida del regisseur en esta típica historia de una relación que vence todas las adversidades: en el último minuto, salvada de la muerte pero más sabia, más independiente y cansada de su novio pusilánime, Eurídice deja a su Ofreo y escala la montaña de corcho en busca de la libertad, junto con los bellos bailarines, en los que el director había concentrado el afán amoroso de la obra. Una Eurídice divorciada y libre, acorde con los tiempos que vuelan.

Una versión en inglés de la crítica de esta obra, presentada en noviembre en el Teatro Colón, sale en el número de este mes de la revista Opera News.

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27 de diciembre de 2019
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Barenboim debuta como director de ópera en el Colón con un magnético Tristán e Isolda

 

Como cada verano boreal desde hace más de una década, el genial pianista y director Daniel Barenboim retorna a su ciudad natal para un ambicioso festival de música con enfoque humanista. Casi siempre ha traído a su Orquesta del Diván Este-Oeste, compuesta por jóvenes instrumentistas de Israel, Palestina y los países árabes, y en las últimas ediciones vino con su amiga de la infancia, la incandescente pianista Martha Argerich.

Pero esta vez fue distinto: Barenboim trajo su Orquesta de la Staatskapelle de Berlín y la impresionante producción de Harry Kupfer de Tristán e Isolda. Puede sonar extraño, pero este fue el debut como director de ópera del maestro de 76 años en la ciudad que lo vio nacer, y en este teatro donde toca y dirige desde hace seis décadas.

En el festival, que duró dos semanas, la Staatskapelle tocó también las cuatro sinfonías de Johannes Brahms (una fascinante y profunda experiencia escuchar juntas las obras maestras de los contemporáneos y tan dispares Brahms y Wagner) y en el aniversario de Claude Debussy, sus Images y al final, La consagración de la primavera de Igor Stravinsky. Pero la estrella absoluta del festival y de toda la temporada fue un Tristán recibido en estado de éxtasis por un público argentino entregado. 

La orquesta sonó gloriosa, desde las cuerdas satinadas a los metales pungentes y las opulentas maderas. Barenboim presentó una obra que conoce como probablemente ningún otro director de hoy como una unidad eterna, desde el célebre “acorde de Tristán” hasta la disolución de Isolda, más de cinco horas después. Su lectura avanzaba con lenta impetuosidad, y cada momento sonaba como tan necesario que uno tenía la impresión de que Tristán e Isolda no era para nada larga.  

El maestro trajo un elenco de excelsos wagnerianos, liderados por dos tremendas Isoldas: Anja Kampe, que cantó en las dos primeras funciones, y la que yo ví, Irène Theorin, una princesa irlandesa de voz volcánica y al mismo tiempo, elegante y suave, que creció hasta un mónólogo final de devastador patetismo. A su lado, el veterano Heldentenor Peter Seiffert defendió su parte con autoridad y una voz firme y poderosa hasta que promediando el tercer acto sus cuerdas vocales mostraron cansancio y aspereza. Ahí usó su inteligencia dramática y musical para representar la decadencia y agotamiento de su personaje, y funcionó. Isolda vino a salvarlo en su muerte; la maravillosa orquesta lo había mantenido con vida hasta entonces.

Kwangchul Youn personificó la gravedad y la dignidad del rey Marke, un rol que viene cantando desde el comienzo de esta producción en 2003. Dos exquisitos especialistas en este repertorio, Boaz Daniel y Angela Denoke, aportaron valioso apoyo vocal y dramático a la pareja protagónica como los asistentes as Kurwenal y Brangäne. La colaboración local vino por la adecuada actuación del Coro Estable del Colón y por el apreciado tenor argentino Gustavo López Manzitti, quien transformó la mínima parte de Melot en un rival maquiavélico, digno del héroe Tristán.

La ya conocida producción simple y poética de Kupfer, con una gigantesca estatua de un ángel caído que se mueve lento en momentos clave, con impactante efecto dramático, no ha perdido nada de su originalidad.

Ayudados por un diseño de luces prodigioso, arriba y debajo de las alas los amantes condenados viven su drama de amor y muerte.

 

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27 de julio de 2018
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