Hay un cuadro, un óleo sobre lienzo de 208 cm de altura por 264 cm de largo, pintado por Édouard Manet en 1863, cuyo título en español fluctúa entre "Desayuno sobre la hierba" y "Almuerzo en la hierba", pasando por "Desayuno en la hierba" y "Almuerzo sobre la hierba", un lienzo que nunca ha dejado a nadie indiferente, ya entonces, y tampoco ahora cuando se contempla en París en el Museo de Orsay. Es un cuadro de carácter realista, aunque pueda anunciar los comienzos del impresionismo, en el que cuatro figuras humanas disfrutan de las delicias del campo en las cercanías de París, en concreto en las orillas del Sena y en el mismo río.
¿Qué figuras son esas? En segundo plano una mujer vestida con una ropa ligera, una especie de camisón, está metida en el río con el agua hasta las rodillas. ¿Qué hace, lavarse?; quizá sería mejor apuntar que se está refrescando. En primer plano dos hombres elegantemente vestidos, dos dandis, sentados sobre la hierba, podríamos decir que recostados, conversando pausadamente e ignorando a la persona que se encuentra entre ellos, también sentada sobre la hierba, una persona que es una mujer... que está (va) desnuda.
La situación, socialmente inaceptable, no sólo en 1863 sino en la actualidad, tiene un componente de gran interés, que es la causa por la que traigo a colación el cuadro, y es el de su condición psicológicamente imposible; no existe en esta representación una lógica social pero tampoco psicológica que permita la actitud, de normalidad, cotidianidad, desinterés de los dos hombres ante la presencia apabullante, contigua, inmediata, de un ser humano desnudo; algo chirría ahí.
El protagonista, el narrador de Solenoide, la novela central, para mí, de la obra de Cartarescu, conoce a una niña de nueve años, Valeria, en la escuela en que trabaja de profesor, y establece con ella una relación especial. Cartarescu es un autor volcado en las peripecias de sus héroes, en este caso, un profesor y su alumna, en una secuela del episodio de los reciclajes en la escuela, la invasión de material reciclado en las aulas hasta aproximarse a la asfixia, narrado con la misma pasión aritmética de El Ruletista, el relato en que el protagonista agota la probabilidad de seguir vivo cada vez que aprieta el gatillo y gira el tambor del revólver.
En esta secuela pues, con la que disfrutamos como locos, Cartarescu desgrana párrafos, frases perfectamente elaboradas para conformar una historia autónoma con apariencia de narración maravillosa, un cuento de hadas, La Niña Valeria y su Jarrón Resplandeciente, que como otras muchas en Solenoide, está extraña pero hábilmente ligada al texto general, una historia que disfruta de una peculiar característica: carece totalmente de atmósfera sexual; un hombre adulto, tras escuchar la crónica feérica de una niña que hace equilibrios sobre las vías del tren y es poseedora de un jarrón mágico, se encierra, en el cuarto de la niña, con la niña, una noche en que casualmente sus padres están ausentes (y se supone que por ahora no van a volver), y despierta en el lector, quizá más en el lector educado en el nuevo puritanismo, en lo políticamente correcto y en el Me Too (el Yo También), algunas dudas acerca de si el hombre adulto experimentará ciertas reticencias ante el riesgo de que alguien corra a avisar a la policía. Esta secuencia, la de la reclusión en el cuarto de la niña de un profesor y su alumna, carece, como ya hemos dicho, del más mínimo ápice de sexualidad y, si tenemos en cuenta que sexualidad y suciedad han ido siempre de la mano, al menos hasta el descubrimiento de la ducha y en especial del bidé, esto crea un violento contraste, dentro del mismo libro Solenoide, entre este episodio de la Niña Valeria, que calificaré gozosamente de inverosímil, con la prolija descripción de las anomalías físicas del protagonista en el primer capítulo; descripciones sólidamente embadurnadas por un hálito pegajoso, sucio, de miseria física, que podrían encuadrarse sin ningún problema en la categoría de chismes de lavabo a la que son tan aficionadas las capas rurales y menestrales. Esta forma de sexualidad primitiva, este repaso a las partes íntimas más repugnantes de su cuerpo, o, peor aún, a las excrecencias que, quizá por suciedad, le crecen en esas partes, tiene una interesante coda tras tanto realismo: la secuencia fantástica, siniestramente humorística, en la que nuestro héroe se desprende de la mugre acumulada durante el servicio militar, despojándose de una segunda piel hecha de suciedad, como quien se quita un traje de neopreno, colgándolo luego en un perchero al modo de un abrigo.
Ya digo, Cartarescu, además de un genio de voz exuberante, alucinada, es un genio del regate, del desconcierto, de la creación de espacios socialmente inaceptables, psicológicamente imposibles, como el del cuarto de la niña, tan próximo al lienzo de Édouard Manet.