Se va un amigo de verdad, Moncho Alpuente, con el que mantuve siempre una cordial amistad, alimentada en una taberna de Malasaña regentada por un hombre llamado Tarzán, donde me reunía a veces con él y con otros para juzgar jocosamente el mundo que nos estaba tocando vivir.
Moncho era de una humanidad inquebrantable, y de un saber entre irónico y sibilino que lo convertía en un maestro de la vida. Nunca lo vi alicaído, aunque lo estuvo a veces, y solo en una ocasión lo vi de mal humor.
Conocía Madrid palmo a palmo: su historia, sus secretos, sus enredos, sus luces y sus sombras, y es una pena que nunca escribiera su gran novela sobre Madrid, que sin la menor duda tenía en la cabeza. Poseía el suficiente talento, el suficiente humor y la suficiente insolencia para hacerlo. Y nadie había explorado Madrid con tanta ironía y tanto fervor.
Ahora todos los recuerdos se me agolpan en la memoria, pero sobre todo uno, que tiene además la peculiaridad de ser el último, pues atañe a la última vez que lo vi. No hace mucho tiempo, me hallaba con mi mujer en el intercambiador de Moncloa cuando nos cruzamos con Moncho y su mujer junto a las escaleras mecánicas. Se iban a Segovia a pasar el fin de semana, y estuvimos hablando un rato.
En algún momento de la conversación Moncho me hizo una revelación inquietante que nunca antes me había hecho: tomaba pastillas para reducir la velocidad de su corazón. Moncho tenía una corazón muy veloz y en estado normal latía al doble de velocidad que los demás.
Ahora mismo,
cuando miro el cielo plomizo
y el pasado se torna presente,
tengo la impresión de que la última vez que nos vimos
Moncho estuvo profetizando su fin: el maldito corazón
que hasta hoy había sido más veloz que la muerte.
